¡Qué va a haber una casa en el campo!
Yanira apenas había introducido la llave en la cerradura cuando sintió que algo andaba mal. El piso no estaba vacío. Desde la cocina llegaban voces: una masculina, otra femenina y de cierta edad. La suegra había venido de visita. Yanira torció el gesto. Su relación era tensa: cordial en apariencia, pero llena de reproches y sermones. No le apetecía enfrentarse a ella, así que decidió salir a dar una vuelta hasta el supermercado, pensando que así la suegra acabaría marchándose.
Pero al dar un paso hacia el pasillo, se detuvo en seco. El tono de la conversación entre su marido y su madre la alarmó. Escuchó con atención, y lo que oyó la dejó helada.
—Tranquila, pronto Yanira aceptará lo de la casa en el campo —decía Adrián con calma.
—Lo importante es que la pongas a tu nombre —añadió la suegra. Yanira arqueó las cejas sin querer. ¿En serio?
—No sé cómo convencerla, pero pensaré algo. Y si no, da igual, si estamos casados la compraremos y la repartiremos. Pero su piso, si nos divorciamos, se queda con ella… Eso no es justo. Llevamos dos años viviendo aquí, yo también merezco algo.
Yanira sintió un escalofrío. ¿Qué divorcio?
—Claro, estoy de acuerdo. Así tú y Mariví podréis buscar algo más grande. ¿Cómo va eso, por cierto?
¿Quién diablos era Mariví?
—Bien. Ella quiere que me divorcie ya, pero le digo que hay que esperar. Cuando tengamos la casa en el campo, empezaré los trámites. A Yanira le diré que es más seguro tener el dinero en mi cuenta, que lo ponga todo ahí. Es confiada.
Yanira se agarró a la pared. Un zumbido llenó sus oídos. Revivió todo, desde su primer encuentro hasta la reciente visita a la inmobiliaria, donde había ido para “sorprenderlo” empezando los trámites para vender su piso y comprar la casa en el campo. Y la tarta que había comprado de camino seguía en la bolsa.
Su madre tenía razón. No vender. El piso era su protección.
En silencio, entró en el dormitorio. Sacó una maleta y empezó a meter su ropa. Un minuto después, Adrián apareció en la puerta.
—¿Yanira? ¿Ya has llegado? ¿Qué haces?
—¿Qué hago? —su voz temblaba— ¿Queríais mi piso? ¿Y ponerlo a tu nombre? ¡Pues no! Las facturas del reforma las pagué yo, las tengo todas. Y lo que compramos juntos, lo dividiremos. Considera que el regalo se ha terminado.
La suegra, al oír su tono, desapareció al instante. Adrián empezó a balbucear, a negarlo todo, pero ya era tarde.
Entonces, Yanira lo recordó todo.
Cuando cumplió veinte años, sus padres le regalaron un piso pequeño. “Es tu seguridad”, le decía su madre. “No lo vendas nunca. Que siempre tengas un lugar al que volver”. En ese momento le pareció exagerado, pero ahora… cada palabra sonaba a profecía.
Conoció a Adrián un año después de terminar sus estudios. Se enamoró. Se fueron a vivir juntos. Él insistió en que se mudara a su piso —”un hombre debe llevar a su mujer a su hogar”—. Yanira alquiló el suyo y dividió el dinero: una parte para gastos, otra para ahorrar.
Luego vino la boda. El dinero de los regalos se invirtió en reformar el piso de Adrián. Su madre se preocupó: ¿por qué invertir en algo que no era suyo? Pero Yanira lo ignoró: “Si vivo aquí, ¿no?”.
Con el tiempo, las cosas cambiaron. Adrián se volvió frío, irritable, llegaba tarde. Luego, como por arte de magia, volvía a ser cariñoso. Flores, halagos. Y hablaba de la casa en el campo: aire fresco, barbacoas, niños. Presionaba sutilmente: “Tu piso es pequeño. Ya compraremos otro, pero ahora necesitamos la casa en el campo”.
Yanira estuvo a punto de ceder. Quería hacerle feliz. Incluso fue a la inmobiliaria un sábado y compró la tarta. Pero al volver, lo oyó todo.
Su marido y su madre ya repartían lo suyo. Planeaban dejarla con las manos vacías. Meter su dinero en la compra y luego… divorciarse.
No lloró. Solo sentía frío. El frío de la traición.
Esa misma noche, Yanira cogió sus cosas y se fue. Sus padres la respaldaron. Su madre la abrazó sin decir nada, simplemente estuvo ahí.
Regresó a su pequeño piso. Recorrió la habitación, tocó las paredes, miró por la ventana. Luego se sentó en el alféizar y susurró:
—Contigo no me divorcio. Eres lo más seguro que tengo. Y en este mundo, la seguridad vale más que el oro.
Porque ya no creía en nada más que en las palabras de su madre y en estas paredes.