**La Tarjeta Olvidada**
María Dolores Fernández regresó a casa con el ánimo por los suelos.
—¡Hola! ¿Vas a cenar? —la recibió su marido, Javier, con una sonrisa en el recibidor.
—¿Tú has preparado algo? No sueles pisar la cocina —respondió ella, sorprendida.
—Hoy es tu cumpleaños. Pensé que no deberías pasar el día entre fogatas —dijo él, animado.
María Dolores se sentó en el banco del pasillo y, de repente, rompió a llorar.
—¿Qué pasa, Lola? —preguntó Javier, alarmado.
—Ella no me ha felicitado… Ni una sola palabra —susurró entre sollozos.
—¿Quién? ¿De qué hablas? —él no entendía qué había provocado aquel llanto en un día que, en teoría, debía ser feliz.
Desde por la mañana, María Dolores no estaba de humor. Hoy cumplía 60 años. Habían decidido no hacer una gran celebración, pero en el trabajo no se libró del brindis, los regalos y los discursos. Al final del día, solo deseaba llegar a casa y descansar en silencio.
Por la tarde, su hermana llamó.
—Bueno, Lola, ¿te han felicitado? —preguntó.
—Sí, en el trabajo todo bien. Javier me trajo flores y un vale para un balneario, iremos en verano —respondió sin entusiasmo.
—¡Qué bien! A nuestra edad hay que mimarse. ¿Y los chicos? ¿Sigue Andrés de turno?
—Sí, le queda un mes. Por la mañana llamó, y por la noche envió una orquídea en maceta, preciosa.
—¿Y tu nuera? Vive ahí mismo. ¿Al menos pasó a saludarte?
—Ni siquiera un mensaje… —suspiró María Dolores, con amargura—. Hemos hecho tanto por ellos, y ella… Ni una tarjeta.
—¡No me digas! —se indignó la hermana—. Yo tengo dos nueras, y aunque no siempre son perfectas, jamás harían algo así. ¿De verdad no hubo nada?
Casi a las once, el móvil de María Dolores vibró. Un mensaje. Una imagen genérica de Internet con un “Feliz cumpleaños”. Ni una palabra personal. Ni una llamada. Solo un gesto vacío.
—Así me valora —le dijo a Javier antes de dormir—. Rápido se olvida de que viven en el piso que les dimos sin pedir nada a cambio.
—No te pongas así. Los jóvenes hoy en día creen que con un mensaje ya cumplen —intentó calmarla él.
—No, Javier. No es normal. Es falta de respeto. Un cumple así no es solo una fecha, es una etapa. Y estos detalles lo dicen todo.
Al día siguiente, el resentimiento no había desaparecido. María Dolores seguía dándole vueltas, exagerando cada detalle, hasta que las lágrimas volvían. Javier llamó a su hijo.
—Tu madre está otra vez enfadada —empezó, cansado.
—¿Otra vez por Ana? —preguntó Andrés.
—No la regaño. Solo me duele que, viviendo a cinco minutos, ni siquiera me llamara —intervino ella, cogiendo el teléfono—. Dile a tu mujer que yo no olvido. Ni este día.
—Mamá, quizá estaba agotada. Tiene mucho trabajo —justificó Andrés.
—¡Por favor! —bufó ella—. Le sobró tiempo para una foto, pero no para dos palabras. Qué cómodo, ¿no?
Más tarde, Andrés habló con Ana.
—Se me olvidó… —se excusó—. Fue un día horrible, llegué sin fuerzas. Por eso envié algo rápido. Pensaba ir con un regalo el fin de semana.
—Ahora ya es tarde —dijo él—. Mamá está dolida. Y para rato.
El sábado, Ana no pudo ir por el trabajo, y el domingo prefirió descansar. Al anochecer, lo recordó.
—Bueno, ya iremos otra vez —le dijo a su marido—. No es el fin del mundo.
Pero María Dolores no cedió.
—No necesito visitas por compromiso —dijo fría—. La ocasión ha pasado.
—¿No quieres que vayamos?
—No. No quiero aduladores. Quiero respeto. Y si no lo hay, no finjan.
Ana, por su parte, no veía su error como algo grave. Pero sabía que con esa suegra, había que ser más astuta. Así que, para el aniversario de bodas, insistió en ir con un regalo.
—Diremos que esperamos para felicitaros juntos —le guiñó un ojo a su marido—. Hay que arreglar esto.
María Dolores abrió la puerta.
—Por fin os acordáis —dijo con ironía—. Menos mal que llegó el aniversario.
—Mamá, basta —susurró Andrés—. No os olvidamos. A veces las cosas no salen como queremos.
Ana sonrió, ayudó a poner la mesa, recogió los platos y habló con dulzura. En un momento, incluso dijo:
—Queremos reformar el pasillo. Como tienes tan buen gusto, ¿nos ayudas a elegir el empapelado?
—Claro que sí —respondió María Dolores, radiante.
De vuelta a casa, Andrés la miró con escepticismo.
—¿Qué reforma?
—No hay ninguna —rió Ana—. Si tu madre se siente útil, quizá el rencor desaparezca.
Y así fue. Una semana después, María Dolores le contaba a una vecina lo mucho que la necesitaban para elegir hasta los detalles más simples. La herida parecía cerrarse… aunque, con el primer descuido, todo podría repetirse.
Moraleja: **A veces, un gesto de atención vale más que mil palabras. Pero si no es sincero, tarde o temprano, se nota.**