Lucía puso la mesa, dejó el cocido madrileño al fuego y doró las empanadillas de carne y pisto. Desde pequeña creía que el camino al corazón de un hombre pasaba por el estómago. Se esforzaba, esperaba, confiaba. Cinco años de matrimonio sin resultado. Ni ruido de pies pequeños, ni llantos por la noche. Los médicos decían: “Hay esperanza”, pero su marido rechazaba los exámenes. Javier se distanciaba cada vez más, volviéndose irritable, frío, arrebatado. Y su suegra no perdía ocasión de culparla.
—No me das nietos porque no puedes —gritaba Dolores—. ¡Mi hijo está sano, seguro que anduviste de juerga en tu juventud!
Lucía lloraba en silencio. Visitó decenas de médicos, se sometió a tratamientos, hizo pruebas. Todo fue inútil sin la colaboración de Javier. Pero él no creía necesario apoyarla; se marchaba dando portazos, gritando que solo les unía la hipoteca.
Aun así, ella seguía esperando.
…Esa noche, como siempre, lo esperó después del trabajo. El olor a comida casera llenaba el aire, pero en lugar de un saludo, escuchó:
—¿Qué desastre es este en la cocina? —gruñó Javier, mirando los platos sucios.
—Estaba cocinando… —empezó Lucía, pero él la interrumpió.
—Da igual. Siéntate. Tengo algo que decirte.
Su corazón latió más rápido.
—Todo esto… —abarcó la cocina con un gesto—. Lo nuestro… no tiene sentido. Hay otra mujer. Nos queremos. Voy a pedir el divorcio.
Quedó helada. Hacía un momento, las empanadillas humeaban en la mesa; ahora, su vida se desmoronaba.
—¿Y nuestros planes? ¿Nuestros sueños? —susurró.
—Ahora tengo otros planes. Sigo queriendo un hijo, pero con otra.
Se fue. Para siempre.
Lo que siguió fue una pesadilla: juicios, reparto de bienes, reproches, humillaciones. Dolores reclamaba el piso —su “niño de oro” no tenía heredero. Nadie compadecía a Lucía. Ni su madre podía consolarla.
—Aún eres joven —le decía Carmen—. La vida empieza ahora.
—Ya no quiero amor ni hombres —lloraba Lucía—. Estoy destrozada.
Pero Carmen no se rindió. La llevó a médicos, la sacó de la depresión, la convenció de no darse por vencida.
Lucía cedió, solo por ella. Más pruebas, tratamientos, trabajo, salidas esporádicas con amigas. Intentaba no recordar, vivir como podía. Creía que su corazón jamás volvería a amar.
Hasta que apareció Álvaro.
—No me importa tu pasado —dijo él—. Quiero construir un futuro contigo.
—Puede que no te dé un hijo —confesó ella.
—Pues adoptaremos un gato. O un perro, si quieres. Lo importante es que estés tú.
Se fueron a vivir juntos. A los cinco meses se casaron. Compraron un piso, adoptaron un gato. Por primera vez en años, Lucía volvió a reír. Aprendió a ser feliz —y lo logró.
Pasaron cinco años. Tuvieron una hija y un hijo —María y Miguel. Lucía no podía creerlo. Amaba y era amada. Vivía en paz.
Hasta que un día, en el mercado, se encontró a Dolores.
—Te ves bien —dijo con sorna—. ¿Encontraste a otro que te mantenga?
—Simplemente soy feliz —respondió Lucía—. ¿Y usted?
—Sufro con Javier —suspiró la suegra—. Va por la tercera esposa. Ninguna sirve. Tú, al final, eras la mejor.
Lucía sonrió, pero no respondió. No quería regodearse.
—¿Tienes hijos? —preguntó Dolores.
—No somos tan cercanas para hablar de eso —fue su respuesta educada.
—Javier sigue sin hijos… ¿No quieres intentarlo otra vez? —gritó la mujer mientras Lucía se alejaba.
—No, gracias.
Al doblar la esquina, Lucía entendió al fin: todo lo pasado tuvo un sentido. Se fue quien no debió quedarse, para que llegara quien la esperaba de verdad.
Y con él, los que ahora eran su razón de vivir.
La vida quita para dar, pero siempre a quienes saben seguir adelante con el corazón abierto.