Dejó todo por su “amor verdadero”, pero quedó solo: cómo encontró Lena la verdadera felicidad

**Diario de Elena**

*5 de octubre*

“Aquella mañana, Javier me soltó la bomba. ‘Elena, recuerdas que prometimos ser siempre sinceros… Tengo que confesarte algo. Me he enamorado. De otra. Lo siento, pero me voy. Ella es la mujer de mi vida, es especial… como el cielo entero. Lo que siento es real, inmenso, como el universo.’

Sus ojos brillaban como si estuviera poseído. Yo me aferré al respaldo de la silla para no caerme. ‘¿Estás en tus cabales, Javi? ¿Amor de tu vida? ¿Y yo qué? ¿Te acuerdas siquiera de que tenemos una hija? Dieciocho meses, Javi. Dieciocho. Yo en casa, sin trabajar, y tú, con treinta y cinco años, de pronto te crees un romántico de novela.’

Intentó balbucear algo, pero, como huyendo de la realidad, se encerró en el baño con el móvil. Supongo que para seguir flotando en su “universo” de mensajes.

Esa noche lloré abrazada a Lucía, que dormía tranquila. Pasé la noche en vela, y a la mañana siguiente, con el pelo recogido de cualquier manera y a la niña medio vestida, fui a casa de mi suegra.

‘Elena, mujer, tendrías que haber sabido retenerlo. Mira cómo vas, con el pelo hecho un desastre y esa ropa vieja… Ahora los hombres no esperan, ya sabes. Javier encontró a su media naranja y no quiso perder tiempo. No eres la primera ni serás la última. Si necesitas que te cuide a Lucía, dime. Igual hasta encuentras a alguien tú también.’, soltó Carmen, como si habláramos de un electrodoméstico que se estropeó.

Camino a casa, sentí que algo dentro de mí se apagaba. La esperanza. Las ilusiones. Los sueños. Todo muerto.

Lloré tres días seguidos. Luego me sequé las lágrimas e hice lo único sensato: demandé la pensión alimenticia y el divorcio. Basta de fingir que esto tiene arreglo. Que Javier disfrute de la libertad que tanto ansiaba.

Mi suegra ayudaba… si es que se puede llamar ayuda. Un paquete de pañales como si fuera un regalo del cielo, mil euros de vez en cuando con aire de benefactora. Mi madre, que vive en Sevilla, me mandaba algo de dinero, lamentándose por teléfono de lo injusta que es la vida. Yo escuchaba, apretaba los dientes y seguía adelante.

Pasó un año. Inscribí a Lucía en la guardería, encontré trabajo. Los primeros meses fueron un infierno: mocos, fiebres, noches sin dormir. Pero poco a poco todo se calmó. Y descubrí algo bueno en esta vida nueva: libertad, claridad, cero mentiras. A veces veía a los padres en la guardería, cansados, malhumorados, y pensaba: ‘Menos mal que estoy sola.’

Hasta que un día, mi suegra llamó:

‘¡Elenita! ¡Qué alegría! Javier va a ser padre, ¿no es maravilloso?’

‘Fantástico. Que nazca sano.’, murmuré. Y, para mi sorpresa, no sentí nada. Ni dolor, ni rencor. Había superado aquel capítulo.

Una semana después, otra llamada. Esta vez, entre sollozos.

‘¡Elenita! ¡Desgracia! ¡Javier tuvo un accidente! Está en la UCI. El coche quedó hecho trizas, él salió vivo de milagro. Dicen que quedará con secuelas… ¡Qué desgracia!’

Me quedé en silencio. Sentí pena, claro. Es el padre de mi hija. Pero pena no es excusa para volver atrás. Ni para cargar con sus errores.

A los dos días, otra llamada:

‘Elena, tienes que llevarte a Javier. Cuidarlo, ayudarle. Yo haré lo que pueda, pero es tu obligación.’

‘¿Mi obligación? ¿Desde cuándo?’

‘Pero si casi sois marido y mujer, solo os falta el papel. ¡Y está Lucía! Él siempre preguntaba por ella, siempre la quiso. Y a ti también. Solo se equivocó. Todos nos equivocamos.’

‘Se equivocó. Pues que ahora lo cuide la mujer de sus sueños. Yo ya no tengo nada que ver.’

‘¡Lo dejó! Dijo que no quería cargar con un inválido. Fue una vez al hospital y desapareció. ¡Hasta quiere dar en adopción al bebé!’

‘Lo entiendo. Pero no es mi problema. Él nos abandonó a Lucía y a mí. Solo la vio una vez, la pensión es una miseria. ¿Dónde estaba su obligación entonces?’

‘¡Eres una desalmada! ¡Se lo diré a Lucía, que dejaste a su padre tirado!’

‘Díselo, Carmen. Pero empieza por contar cómo nos abandonó. Y dónde estaba cuando Lucía lloraba con fiebre. No tengo miedo. Que sepa la verdad.’

Al final, Carmen se lo llevó a su casa. Javier sobrevivió, aunque ahora camina con bastón. Y entonces, me encontré con una vieja amiga, la que solía juntarse con nosotros. Y me soltó esto:

‘Elena, ¿sabes que Carmen anda diciendo por todo el barrio que abandonaste a Javier cuando estaba en coma? Que nunca hubo otra mujer, que tú te divorciaste mientras él no podía defenderse…’

‘¿Qué?’

‘¡Sí! Y que no le dejas ver a Lucía, que eres una interesada, y que él tuvo el accidente por la pena…’

Volví a casa en shock. ¿Cómo pueden inventar tanto? ¿Y cómo hay gente que se lo cree?

Lucía me esperaba en la guardería. Camino a casa, no paraba de hablar, feliz. Yo solo pensaba…

‘¡Mamá, ya llegamos! ¿Por qué estás triste? ¿Por la abuela? ¿Por papá?’

Asentí, sin poder hablar.

‘No te preocupes. Yo seré buena, por los dos. Te quiero muchísimo, mami.’

Y entonces, al abrazarla, sentí un alivio extraño. Como si alguien me quitara un peso de encima. Ya no me importaban los rumores. Ni las mentiras. La verdad estaba aquí, en sus manitas cálidas, en sus ojos llenos de amor.

Eso es la felicidad. No cuentos de amor eterno. No promesas vacías. Solo esto: un amor sincero, y la certeza de que todo irá bien. Y así será.

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Dejó todo por su “amor verdadero”, pero quedó solo: cómo encontró Lena la verdadera felicidad