**Diario de Julia**
La casa de Julia — y nada de familia
Estaba fregando los platos cuando llamaron a la puerta. Como un rayo en cielo despejado, apareció mi suegra.
—Hola, Julita —dijo Nélida con falsa dulzura—. Vine a visitarlos, ya era hora de pasar un rato con ustedes.
La invité a la cocina, puse la tetera al fuego y grité a mi marido:
—¡Raúl, ha venido tu madre!
Minutos después, todos estábamos sentados a la mesa. Nélida removía el azúcar en su té mientras me miraba con ese gesto que ya reconocía: detrás de su sonrisa se escondía alguna artimaña.
—¿Sabes, Raúlito? —comenzó—. Javier le ha pedido a Lucía que se vaya a vivir con él antes de la boda. ¡Imagínate!
—Pues va listo —soltó Raúl con una risa burlona—. Lucía le va a dar guerra. Nada de paz en esa casa.
—¡Qué equivocado estás! —replicó la suegra, orgullosa—. Lucía es diferente, es una chica recatada e inteligente, no como otras…
Aquel comentario iba directo a mí. Una vez más, fingí no darme por aludida.
—¿Y sabes qué más ha hecho Javier? —añadió Nélida, alzando un dedo triunfal—. ¡Le va a regalar un piso para la boda! ¡Un verdadero hombre!
Raúl torció el gesto.
—Ya veremos si es cierto. Hasta que no vea los papeles, no me lo creo.
—Eso es lo que tiene elegir bien —insistió—. Tú, en cambio, tienes esposa con piso y ni siquiera figuras como dueño.
Salí de la cocina. El corazón me dolía. Era lo de siempre: “pónganlo a medias”, “la justicia”, “somos una familia”. Llevábamos un año casados, y Nélida no paraba de intentar arañar un trozo de mi casa.
Raúl también presionaba: que le daba vergüenza ser “un hombre sin piso”, que él había pagado el coche, el reformado, los muebles… pero todo estaba a mi nombre.
—Nadie te engañó, Raúl —le decía yo—. No te casaste con un piso, sino conmigo. ¿O no?
Se callaba. Hasta la próxima visita de su madre.
Cuando vino la tía autoritaria de Raúl, él soltó su primera mentira.
—Sí, compramos el piso. Casi todo lo puse yo.
Casi me atraganto con el té. Las mentiras fluían sin pudor. Callé, pero no por él, sino por mí.
Luego llegó su amigo Adrían, y Raúl volvió a pavonearse:
—Pasa, esto es casi tu casa. El piso es mío y de Julia.
—¡Enhorabuena! —dijo el amigo, impresionado—. Casado y con piso. ¡Y el coche es una pasada!
Yo solo miraba, sin creerlo. ¿Dónde estaba aquel chico humilde y sincero con quien me había enamorado?
Hice las maletas y me fui a casa de mis padres.
—Mamá, no puedo más. Me siento como una inversión, no como una esposa. Se casó conmigo por el piso…
—Piénsalo, hija. Pero del piso, ni un centímetro. ¿Me oyes? ¡Ni un centímetro!
Volví. Y, al poco, apareció Nélida, despeinada y llorosa.
—Raúl, ¡desgracia! Javier dejó a Lucía. No habrá boda. Y ella tiene deudas: coche, ropa, el móvil…
—¿Y qué tenemos que ver nosotros? —preguntó Raúl, confundido.
—Hay que ayudarla. Que Julia ponga la mitad del piso a tu nombre. Lo hipotecáis, pagamos y luego lo recuperamos.
Me quedé muda. Pero reaccioné rápido.
—¡Jamás! Este piso es un regalo de mis padres. Ni un céntimo para ustedes.
—¡Desalmada! —gritó Nélida.
Me encerré en la habitación, pero escuché a madre e hijo susurrando.
—Hice lo que pude, hijo, pero ella no cede…
—Se me ocurrirá algo —murmuró Raúl, sombrío.
Abrí la puerta de golpe:
—¡Inventad! ¡Inventad lo que queráis! Pero sabed una cosa: este piso nunca será vuestro. Si queréis lo vuestro, ¡trabajad como todo el mundo!
Al día siguiente, Raúl se fue a vivir con su madre.
Presenté el divorcio. Me di cuenta tarde, pero mejor tarde que regalarles lo mío. Porque el apetito ajeno no tiene límites. Y la dignidad… solo hay una.