La Casa donde Reina el Otoño

La casa donde flota el otoño

Cuando Lucía supo que su madre había muerto, no lloró. Simplemente apagó el móvil, se puso los guantes y se sentó en la escalera, entre el tercer y cuarto piso, donde la bombilla parpadeaba como un corazón cansado y las paredes estaban marcadas con números ajenos y fragmentos de palabras. Nadie subía, nadie bajaba. Solo su respiración, entrecortada y pesada, y el rumoroso eco de las tuberías rompían el silencio. El aire se volvió espeso, casi pegajoso, como si el mundo se hubiera detenido por un instante, aplastándola contra el frío hormigón mientras le susurraba: «Recuerda este momento, es más importante que todo».

No habían hablado en cinco años. Desde aquella noche de invierno en que su madre, con su tercer vaso de vino en la mano, la miró con una mirada desvanecida y le dijo: «Siempre te equivocas al elegir». No era un reproche, sino más bien un cansancio, como un suspiro después de un largo silencio. Lucía entonces eligió por primera vez—se eligió a sí misma. Se marchó. Alquiló una habitación en otra ciudad. Empezó de nuevo. No hubo gritos ni peleas, solo un hilo roto. El silencio se convirtió en su compañero, pesado como una manta vieja que no se tira pero tampoco abraza. Lo impregnó todo: las festividades, las enfermedades, los cumpleaños olvidados.

Fue la vecina quien llamó a la funeraria. Su voz sonaba agotada, casi distante: «Ella decía que, pasara lo que pasara, tú vendrías». En su tono había una piedad mezclada con una leve censura, como una mirada que no podía evitar. Como si supiera más de lo que decía y hubiera visto todo lo que ocurrió tras esas paredes.

La casa la recibió con un frío silencio, como si entre sus sombras se escondiera alguien más. La puerta chirrió al abrirse, como si su madre aún la sostuviera del otro lado, no con rabia, sino con una esperanza callada o quizás un reproche. En el pasillo olía a otoño: a manzanas, a hierba seca, a algo vagamente familiar. Un aroma vivo pero atravesado por el vacío, como el eco de un calor perdido. Todo seguía en su lugar: su taza de la infancia con el borde astillado, la pila de revistas ordenadas, la manta del sofá doblada con la misma meticulosidad que veinte años atrás. Solo el polvo cubría todo como una nieve fina, testigo de días en los que nadie vivía, pero que aún esperaban.

En el dormitorio, Lucía encontró una caja con la palabra «Guardar» escrita. Era de cartón, sencilla, ligeramente deformada por la humedad. Dentro, había cartas. No de ella, sino para ella. No enviadas. Atadas con un cordel, escritas con la misma letra pulcra y temblorosa de su madre. Cada mes, había escrito: en trozos de papel, en postales viejas, en formularios con sellos descoloridos. Hablaba de sí misma, de la casa, de cómo la echaba de menos. De cómo sus rodillas le dolían, de cómo florecía el cerezo junto a la valla. A veces, de su rabia, de su incomprensión, de su incapacidad para perdonar. Otras, de su miedo: miedo a que Lucía no volviera, a que solo quedara aquella caja. Eran palabras de un diálogo con la nada, una conversación sostenida en soledad. Lucía las leyó, y con cada línea sus manos temblaban más. Ahí estaba todo lo que no se dijeron. Todo lo que tal vez ya no tenía remedio. Pero existía.

Se quedó en la casa cuatro días. No por necesidad, sino por un impulso de cerrar lo que quedó inconcluso. Reorganizó la leña del patio, vieja y húmeda, pero aún útil. Selló las grietas de las ventanas—las maderas crujían, pero resistían. Encontró en la despensa la receta de mermelada de su madre—de manzana, con un poco de menta—y la coció en la vieja olla con margaritas descascaradas en el borde. El dulce burbujeaba, llenando la cocina de un aroma cálido y espeso, que era más que un simple olor: era memoria.

Revisó las pertenencias. Era curioso cómo las telas guardaban el calor de quienes ya no estaban. Manteles planchados, toallas dobladas con precisión, servilletas bordadas. Cada tacto era un paso atrás en el tiempo. Los vecinos traían llaves, papeles, cartas viejas. Permanecían en silencio, sin palabras innecesarias, como si supieran que el silencio era ahora el único idioma. Como si entendieran que en esa casa aún resonaba una voz ausente.

Al quinto día, Lucía guardó las cartas en la caja. Se abotonó el abrigo. Se anudó la bufanda, evitando el espejo—temía no verse a sí misma, sino a ella. En el pasillo hacía frío, y el silencio se extendía como un hilo, absorbiendo cada uno de sus pasos. Antes de salir, se detuvo frente a la ventana. Permaneció allí. Lo grabó. No con los ojos, sino con el corazón, con el olor, con la luz. El crujir del suelo bajo sus pies. El golpeteo de la calefacción. La cortina que se agitaba con la corriente.

Cuando cerró la puerta, le pareció que la casa exhalaba. Como si la tensión acumulada durante años, por fin, cediera. No desapareció—solo se disolvió, dejando un vacío en el que era posible respirar.

Y por primera vez en mucho tiempo, Lucía no sintió culpa. Solo un calor. Callado, profundo, sin palabras. Como si su madre la hubiera escuchado. Y la hubiera perdonado—incluso antes de que ella volviera.

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La Casa donde Reina el Otoño