**Padre por una hora**
Luis notó al niño por primera vez frente al mostrador de panadería en una pequeña tienda en las afueras de Burgos. No miraba los panes ni las barras, sino más allá, entre los estantes, como si esperara que de allí surgiera alguien importante. Alguien que llevaba tiempo sin venir. O quizá alguien que nunca había existido. El niño era delgado, con un abrigo viejo y desgastado, la manga rota. Sus botas dejaban ver calcetines grises. La gorra le caía ladeada, los guantes deformados, como si hubieran pasado por varias generaciones. Las mejillas, rojas de frío; los labios, agrietados.
Su mirada no era infantil. No suplicaba ni pedía. Era una mirada de adulto, de quien ha visto demasiado: directa, pesada, cargada de una desconfianza madura. Como si ya lo hubiera entendido todo y ahora solo observara, sin esperanzas.
Luis cogió una barra de pan y siguió caminando. Pero a los pocos pasos se volvió. El niño no se había movido. Permanecía allí, clavado en el suelo de baldosas, como si creyera que si no se iba, alguien vendría. Algo cambiaría.
Le recordaba a alguien. Más tarde, Luis lo asociaría con un chiquillo del orfanato donde había sido voluntario años atrás. Aquel también miraba así: con el alma en silencio, sin pedir ni creer.
Diez minutos después, coincidieron en la caja. El niño llevaba dos caramelos, sin bolsa ni carrito. La cajera le dijo algo —probablemente que le faltaba dinero—. El niño no discutió, devolvió uno de los caramelos y pagó por el otro. Todo con un gesto sereno, preciso, como si supiera que no podía tenerlo todo. Acostumbrado a elegir entre lo necesario y lo posible.
Entonces Luis dio un paso al frente.
—Oye, déjame comprarte algo. Pan, yogur, ¿quizá leche? No tengo segundas intenciones.
El niño lo miró con calma. Una mirada adulta, cansada de mentiras.
—¿Por qué? —preguntó.
No había desconfianza. Solo una constatación: nada es gratis.
Luis dudó. No porque no supiera la respuesta, sino porque la respuesta era demasiado complicada.
—Por nada. Porque puedo. Porque… a mí también me ayudaron una vez.
El niño calló un momento. Luego asintió lentamente.
—Bien. Entonces, patatas cocidas. Y una salchicha. Sin mostaza. Sabe a cosas de mayores.
Salieron a la calle. Luis le entregó la bolsa, intentando que el gesto pareciera natural.
—¿Dónde vives?
—Cerca. Pero no quiero ir ahora. Mi madre duerme. Se cansa. A veces duerme mucho. Y yo prefiero el banco. Desde ahí se ve a la gente. Es más tranquilo.
Se sentaron en el frío banco de la parada. El niño comía despacio, sosteniendo la salchicha con ambas manos. Mordisqueaba con cuidado, masticando bien, como si quisiera que la comida durara. No comía como un niño, sino como un adulto que agradece en silencio.
—Me llamo Mateo. ¿Y tú?
—Luis.
—¿Podrías… ser mi padre por una hora? Nada para siempre. Sin promesas. Solo sentarte aquí, como si todo estuviera bien. Como si tuviera a alguien.
Luis asintió. Algo se apretó en su pecho. No lo esperaba, pero no podía negarse.
—Puedo.
—Entonces dime que me ponga la gorra. Y réñeme por el colegio. Mi madre lo hacía. Cuando no dormía.
Luis sonrió, al principio forzado, luego con autenticidad.
—Mateo, ¿dónde está tu gorra? ¿Quieres resfriarte? ¿Y por qué no abrochas el abrigo? ¿Qué tal en el cole?
—Matemáticas, un suficiente. Pero en comportamiento, sobresaliente. Ayudé a una señora a cruzar la calle. Se me cayó la bolsa, pero lo recogí todo. Dijo que lo importante era intentarlo.
—Bien hecho. Pero ponte la gorra. Solo tienes un cuerpo. Hay que cuidarlo.
Mateo sonrió. Una sonrisa tranquila, madura. Terminó la salchicha, se limpió las manos con un pañuelo y lo tiró a la papelera. Luego miró a Luis.
—Gracias. No eres como los demás. No das pena ni consejos. Solo… actúas como si todo estuviera bien.
—Si mañana vuelvo, ¿vendrás?
—No sé. Quizá mi madre tenga un mal día. O quizá sí. Me has gustado. Tus ojos no mienten.
Se levantó, se despidió y se fue. No miró atrás. Como quienes saben que nadie los sigue. Caminaba ligero pero con una tensión interna, como si guardara el calor dentro, temiendo que se desvaneciera en el aire.
Luis se quedó. Permaneció un rato allí antes de tirar el vaso de café vacío. Quiso llamarlo. Pero no se atrevió.
Al día siguiente volvió. Y al otro. Y una semana después. Incluso con nieve, incluso con frío. No iba para esperar. Iba porque había prometido, aunque sin palabras.
Mateo no aparecía siempre. A veces sí. A veces no. Luis se sentaba en el mismo banco, fingiendo leer. Pero cada vez que el niño surgía —en su figura delgada, su paso pausado, su manera de mirar al suelo— algo en su pecho se aflojaba. Como si se derritiera lo que llevaba años congelado.
Una tarde, Mateo llegó con dos vasos de té. De plástico, envueltos en una servilleta.
—Hoy tú has sido padre. Ahora yo soy el hijo. ¿Vale?
Luis asintió. No encontró palabras. Tenía un nudo en la garganta.
A veces, con una hora basta. Para creer que alguien te necesita. Y que no todo está perdido.