**El precio de la traición: cómo una mujer lo perdió todo, pero encontró el sentido de la vida**
Regresé a casa antes de lo habitual—una compañera de trabajo me pidió cambiar turnos. Entré en silencio al apartamento, dejé las llaves en la mesita y me dirigí a la cocina. En el fregadero, una pila de platos sucios; sobre la mesa, migajas esparcidas. Un malestar me invadió. Ni mi marido ni mi nuera se habían molestado en limpiar. Sin decir nada, lavé todo, ordené y marché al dormitorio. De camino, miré hacia la habitación de Lucía—no estaba. Fruncí el cejo, pero no le di importancia. Sin embargo, al entrar en mi cuarto, me quedé helada. Allí, en mi cama, estaban Lucía y… VÍCTOR. Abrazados. Semidesnudos. Y eso, a pesar de su embarazo.
Todo había empezado con amor. A Javier le parecía que volaba cada vez que iba a ver a Lucía. Sí, era frívola, demasiado libre en sus modales, pero él lo atribuía a su edad—solo tenía veinte años. Él, dos años mayor, había sido criado con mano firme y cariño—yo, Lucía Fernández, una comadrona reconocida, lo había educado sola. Le enseñé valores, bondad, moral.
Cuando Lucía anunció su embarazo, Javier no dudó—le propuso casarse y criar al niño juntos. Pero ella solo sonrió con desdén: «No pienso ir al registro civil. Pero necesito dinero. Algo habrá que hacer». Javier se quedó mudo, pero no se rindió. La convenció: que diera a luz y le entregara el bebé—él lo criaría. Tras pensarlo, ella accedió. Se casaron sin pompa. Vivían conmigo y mi segundo esposo, Víctor. Pero dos meses después, Javier murió—un accidente de camino al trabajo. Casi me volví loca de dolor. Mi hijo ya no estaba. Solo quedaba una esperanza: su hijo en el vientre de Lucía.
Pero Lucía no lloró su pérdida. Me miró como si fuera una fuente de ingresos. Vivió en mi casa, comió de mi plato, se tendió en su habitación sin mover un dedo. Víctor, al principio, protestó: «No soporto a esa aprovechada». Pero pronto su furia se tornó en… una atención extraña. Su mirada hacia Lucía, embarazada, se volvió cada vez más insistente. Lo noté, pero no quise creerlo. Hasta esa noche…
Al verlos juntos en mi cama, todo se derrumbó. Con voz fría, ordené a Víctor que se fuera. No discutió. En diez minutos, había desaparecido. Lucía, en silencio, volvió a su cuarto. Me quedé sola, sentada al borde de la cama, sujetándome la cabeza. ¿Echarla? No. Necesitaba a mi nieto. Por él, aguantaría lo que fuera.
A la mañana siguiente, le dije: «Quédate hasta el parto. Después, vete al diablo. No quiero volver a verte». Ella ni siquiera protestó—le daba igual. Solo quería llegar al final y cobrar su recompensa.
El parto fue difícil. Pero nació un niño. Sano. Fuerte. Lloré de felicidad. Y Lucía… firmó los papeles de renuncia y se fue. Sin una mirada, sin un adiós. Simplemente desapareció.
Lo llamé Daniel. Lo adopté. Al principio sentí miedo—la edad, la soledad, el dolor. Pero él se convirtió en mi aire. Mi razón de vivir. En lugar del hijo que perdí, el destino me dio otra oportunidad.
Lucía se fue sin dejar rastro. Víctor envió los papeles del divorcio. Los firmé sin titubear. Ya no pienso en él, ni en aquella que destrozó mi hogar. Ahora tengo a Daniel. Y por él, viviré. **A veces, lo más oscuro nos enseña a valorar la luz.**