“Cuando todo encaja: Marina elige por fin su felicidad”
—Mamá, hoy llego un poco tarde, es el cumple de Elena. Vamos al cine con los amigos —dijo Arturo, dándole un beso en la mejilla a Marina antes de desaparecer en el baño. Desde allí llegaba su risa despreocupada, tarareando algo con el agua corriendo.
Marina se quedó junto a la ventana, escuchando cómo la vida volvía a vibrar a su alrededor. Arturo era feliz. Ligero. Libre. Así, como ella nunca había podido serlo.
A los dieciocho, también creyó en la felicidad sencilla. Sergio parecía el hombre de sus sueños: valiente, guapo, seguro. Se enamoraron, se casaron, empezaron de cero. Pero a los pocos años, Marina entendió que su vida era solo rutina, silencios y soledad.
Sergio llegaba cada vez más tarde “del trabajo”, taciturno, distante. Hasta que un día encontró un tarrito de papilla en su bolsa. Y pañales. Aquello se le quedó grabado, como una prueba.
—No es lo que piensas —murmuró él.
—¿Entonces qué es, Sergio? ¡Dime qué es esto! —gritó ella, agarrando el tarrito como si fuera su último hilo de realidad.
Todo se desmoronó. Fue duro, pero salió adelante. Crió a Arturo sola. Sin ayuda. Solo su suegra estuvo ahí, apoyándola sin abandonarla.
Arturo creció, se convirtió en un hombre bueno, inteligente. Estaba orgullosa. Pero a veces… a veces regresaba ese vacío. Como ahora.
Se sentó en el sillón, cogió el móvil y vio una notificación: “Pablo te ha enviado una solicitud de amistad”. Pablo… Su antiguo amor del instituto. El que le esperaba a la salida con margaritas. Ni siquiera sabía que aún recordaba su sonrisa, pero el corazón le dio un vuelco.
—Lola, no vas a creerlo —llamó a su amiga—. ¡Pablo, el de la clase 10-A, me encontró en Facebook!
—¡En serio! ¿El que estaba loco por ti? Sergio se ponía verde de celos cuando lo veía. ¡Acepta! Por cierto, dicen que ahora le va bien y que se divorció hace poco.
Aceptó. Y todo empezó. Mensajes. Bromas. Recuerdos. Un coqueteo que le hacía arder las mejillas. Pablo era atento, educado, sincero. Se sentía viva otra vez.
—Arturo, quiero presentarte a alguien —le dijo un día a su hijo.
—¿A Pablo? —sonrió él—. Mamá, lo noto. Y me alegro por ti.
Ella brillaba. Por primera vez en años. Pero duró poco. Pablo escribía menos. Luego, con frialdad. Hasta que llegó el mensaje que le heló la sangre:
“Marina, lo siento. Tengo a otra. Tú elegiste a Sergio… y eso me dolió. Ahora sabes cómo se siente”.
Miraba la pantalla, aturdida. ¿Un hombre de más de cincuenta años… con tanto rencor? ¿Todo había sido una venganza por un despecho juvenil?
—Vaya cerdo —suspiró Lola al enterarse—. Respóndele. Con clase.
Juntas escribieron un mensaje irónico, elegante y contundente:
“Querido Pablo: ¡Muchas gracias! No recordaba la última vez que reía tanto, que coqueteaba, que me sentía mujer. Me devolviste la juventud. Como quitarme veinte años de encima. Ojalá tu nueva pareja valore tu… arte. Suerte. Un beso (platónico). Marina”.
La respuesta llegó al instante: un torrente de quejas y reproches. Pero Marina ya se reía. De verdad, por primera vez.
Una semana después, una rubia la abordó en el súper:
—¡¿Eres tú?! ¡¿La que me robó a Pablo?!
Marina se quedó quieta, luego, sin pensarlo, sonrió:
—Oh, no es a mí. La verdadera ladrona de novios es Juana. Calle del Bosque, 15. Se llevó a mi marido y ahora a Pablo. Toda una profesional.
La rubia se quedó helada, y Marina, conteniendo la risa, siguió su camino.
El sol le acariciaba la cara. Y entonces lo supo: era feliz. Sin hombres. Sin dramas. Sin pruebas.
Llegó un mensaje de Arturo:
“Mamá, Elena y yo vamos a probar a vivir juntos. Ya veremos cómo va”.
Marina sonrió. Eso sí era felicidad: ver a su hijo elegir bien.
¿Y ella? Por fin, había elegido *ella misma*.