Al Ocaso del Verano: Un Nuevo Comienzo

Al caer el ocaso del verano, una nueva vida

En un pequeño pueblo anidado entre las verdes colinas de Sierra Morena, vivía Carmen, cuya existencia estuvo largamente atada a una imprenta local. Conocía cada rincón de su oficio, lo amaba con el alma, pero al cumplir cincuenta años, el cansancio se le instaló en los hombros como una losa de piedra.

Con su marido, Federico, habían criado a dos hijas. Ambas ya tenían sus propias familias y se habían marchado a ciudades más grandes, dejando a Carmen con la nostalgia de sus risas y los escasos encuentros con los nietos. Les llamaba casi cada tarde, ávida de noticias, pero en los últimos años sus propias palabras sonaban cada vez más sombrías. La fatiga le apretaba el corazón, y la alegría se le escurría como arena entre los dedos.

Federico se jubiló antes que ella—era diez años mayor. Era su segundo matrimonio, y al principio todo fluyó con calma. Pero últimamente, él buscaba más a menudo la botella, lo que sacaba a Carmen de quicio. En esos momentos, se volvía un extraño: ni podía hablarle ni mirarlo sin que le doliera. Federico, por su parte, se enfurecía, despreciando sus ruegos por una vida más sana.

Su único consuelo eran sus vecinas, Rosario y Pilar. Ambas, unos años mayores, llevaban cinco disfrutando de la jubilación. Rosario enviudó, Pilar se divorció hacía tiempo, y sus hijos vivían su propia vida en ciudades lejanas. Pero estas mujeres, pese a los años, ardían en pasión por viajar.

—¿Cómo lográis viajar tanto? —preguntaba Carmen, admirando sus rostros radiantes.

—Vivimos con poco, Carmencita —respondía Rosario—. Siempre lo hemos hecho. Viajamos en trenes baratos, sin lujos. Alquilamos habitaciones sencillas, vamos en primavera u otoño, cuando los precios bajan. Y juntas, sale más económico. Cocimos nosotras: una ensaladilla, un poco de pescaíto frito… y listo.

—Exacto —recalcaba Pilar—. Para cumpleaños y Navidad, los hijos y amigos ya saben qué regalarnos. ¡No pasteles ni ramos, sino dinero para viajar! Lo calculamos todo: rutas, excursiones, gastos.

—¡Qué maravilla! —suspiraba Carmen, pero su voz tenía un dejo de tristeza—. Y yo aquí, sin salir de casa. Federico, como una nube negra, se planta en el sofá, esperándome después del trabajo. Hay que darle de comer, escucharle, y yo llego muerta de cansancio.

—Pídele unos días, convéncelo —le sugerían sus amigas—. ¡Ven con nosotras a los Pirineos! Montañas, aire puro. ¿Y si lo traes a él también?

—¿Estáis locas? —replicaba Carmen—. Federico no irá a ningún lado. No tiene amigos, ni ganas de moverse. Desde que se jubiló, se ha convertido en un mueble más del salón. Come, duerme, ve la tele.

—Pregúntaselo —insistían—. No decidas por él.

Pero Carmen no llegó a tener esa conversación. Su mundo se derrumbó cuando a su madre le dio un infarto. Sus pensamientos giraban solo en torno a ella. Sus padres vivían en el mismo pueblo, y su padre, a pesar de sus ochenta años, estaba al lado de su madre. Pero Carmen corría al hospital cada día, celebrando cada mínima mejoría.

Federico, en lugar de apoyarla, se enfurecía. Le molestaba que llegara tarde, y cuando Carmen anunció que se quedaría un tiempo con su madre tras el alta, estalló:

—¡Que se ocupe tu padre! ¿Para qué vas tú? ¡Piensa en ti misma!

—¿Y tú te levantarías del sofá si yo enfermara? —estalló Carmen—. ¿Sabrías cuidarme?

Federico no respondió, y ese silencio le cortó más hondo que cualquier palabra.

Un mes vivió con sus padres, yendo a casa solo los fines de semana. Sabiendo que ella revisaría, Federico evitaba la bebida. Carmen, al volver, limpiaba y cocinaba para varios días.

—Come, caliéntalo, no vivas a base de bocadillos —le rogaba, pero él solo se encogía de hombros, resentido porque lo había “abandonado” por sus padres.

La madre mejoró, empezó a caminar, a ir al médico. Carmen volvió a casa, pero la alegría duró poco. Tres meses después, su madre murió de otro infarto.

—Al menos tu madre te ha aliviado la vida —dijo Federico con frialdad—. Ahora podremos vivir con normalidad.

Esas palabras le atravesaron el pecho como un cuchillo. Carmen rompió a llorar, hundida en el sofá.

—¿Normalidad? —su voz temblaba—. ¡He trabajado toda la vida por esta familia! Crié a las niñas, tuve dos trabajos, cosía de noche para pagar sus estudios. Y ahora solo sueño con la jubilación, para vivir un poco para mí, viajar como mis amigas.

—¡Siempre piensas en ti! —estalló Federico—. Yo también trabajé, también me cansé. Creí que jubilados iríamos a balnearios, cuidaríamos la salud. ¡Tengo problemas de tensión, migrañas! Y tú me abandonas por unos viejos.

—¿Has intentado dejar la bebida? —le espetó Carmen—. Llama a un taxi, ve al médico, a un balneario… ¿qué te lo impide? Te he malcriado, llevándote de la mano, y ni siquiera me ayudabas en casa. ¡Yo no soy de hierro! Y mi padre está al límite, viste cómo sufrió en el funeral. Mi madre me pidió que lo cuidara…

—¿Así que otra vez te irás con él? —gruñó Federico—. Yo tampoco soy joven. ¿No podemos contratar a alguien? ¿Acaso tengo esposa o no?

Carmen, incapaz de responder, se refugió en la cocina. Media hora después, Federico se acercó y la abrazó por los hombros.

—Me he pasado, perdóname. Quiero que estemos juntos —murmuró.

—Yo también amo a mis padres —respondió ella—. Tú tuviste suerte, los tuyos se fueron rápido, y tu hermana se ocupó de ellos. No lo olvides.

Un mes después, su padre sufrió un derrame. No pudo recuperarse—el dolor por perder a su esposa lo quebró. Carmen lo tomó a su cuidado, dándole su propio dormitorio. Dos años lo atendió, sin dejar el trabajo, para llegar a la jubilación. Federico, para su sorpresa, ayudaba: daba de comer a su suegro, le administraba las pastillas mientras ella trabajaba.

Cuando su padre falleció, Carmen se jubiló. Regresaba consumida, con ojeras profundas.

—Es hora de ir a un balneario —dijo con firmeza a Federico—. Me estoy desmoronando.

Se fueron a Lanjarón. Entre montañas y aguas termales, Carmen revivió. Bailes nocturnos, excursiones, aire fresco—todo parecía sacado de otra vida.

—Me siento diez años más joven —confesó a su marido al volver.

Sus amigas no tardaron en invitarla al mar. Ella lo compartió con Federico.

—Yo no voy —sentenció él—. Pero tú vete. Yo aprovecharé para reformar el cuarto de tu padre. Contrataré a alguien y supervisaré.

Carmen partió a Nerja. Llamaba a Federico, contándole entusiasmada sobre el mar, mientras él hablaba de los avances en la reforma.

—¿Qué papel pintado elijo? —gritaba él al teléfono.

—Algo claro, sin estampados. ¡Tú decides, yo estoy en modo azul marino! —reía Carmen.

El mes pasó volando. Volvió renovada, llena de energía. Sus amigas bromeaban, llamándose “Sus amigas bromeaban, llamándose “doctoras del alma”, y mientras el sol de la tarde teñía el pueblo de oro, Carmen y Federico planearon su próximo viaje, esta vez a las aguas termales de Ourense, donde prometieron beber de la fuente de la eterna juventud, o al menos de la risa compartida.

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