Quiero Vivir por Mí Mismo

—¡Ay, Lucía, hola! ¿Has venido a ver a tu madre? —gritó la vecina desde el balcón.

—Buenos días, doña Carmen. Sí, a ver a mamá.

—Deberías hablar con ella —suspiró la mujer—. La pobre no es la misma desde el divorcio.

—¿Cómo así? —Lucía se tensó.

—Pues yo tengo insomnio, a menudo me despierto temprano. Una madrugada, eran las cinco, miré por la ventana y vi un taxi llegar. De él salió tu madre. Y no parecía… bueno, digamos que no era su estado habitual. Además, creo que venía alegre. Todos los vecinos murmuran ya. ¡A su edad! Y dime, ¿por qué echó a tu padre? Sí, cometió un error, pero ¿quién no los comete? Tantos años juntos… Qué tontería divorciarse ahora.

—Gracias, doña Carmen —dijo Lucía, tragando saliva—. Hablaré con ella.

Con eso, se apresuró hacia casa. Su madre había echado a su padre hacía seis meses, tras pillarlo siendo infiel. Lucía le había pedido que no actuase rápido —al fin y al cabo, estas cosas pasan—. Pero su madre fue inflexible. Lo más raro era que, en vez de hundirse en la depresión, como cabría esperar, había empezado a vivir a todo tren. Ropa nueva, salidas de fiesta, amigas… Todo lo que antes no hacía.

A Lucía le costaba aceptarlo. Ella estaba a punto de casarse, planeaban tener hijos. ¿Y su madre? ¿De fiesta hasta el amanecer? ¿Qué clase de abuela sería? ¿Cómo presentarla a su suegra si una tejía mantas y la otra bailaba en discotecas?

Al entrar al piso, su madre la recibió con una tetera en la mano y una sonrisa radiante. No llevaba un batín gastado, sino un elegante traje beige. Uñas pintadas, pestañas postizas… Se notaba que disfrutaba de la vida.

—¿Qué tal está Javier? —preguntó, colocando las tazas en la mesa.

—Todo bien —contestó Lucía, conteniéndose—. ¿Y tú?

—¡Estupenda! Anoche salí con las chicas hasta el amanecer. Baile, luego karaoke… ¡Qué pasada!

—Doña Carmen ya me ha contado todo —intervino Lucía, seria—. Que volviste a las cinco y parecías… contenta.

Su madre se rio.

—¿Y qué esperabas? ¿Que en un bar tomase infusiones?

Lucía estalló.

—Mamá, ¿no crees que te estás pasando?

—¿En qué?

—Vamos, que no tienes veinte años. ¿Qué son esas salidas? Deberías dar ejemplo. ¡Pronto serás abuela!

—Soy una mujer que al fin es libre. Y no pienso vivir según los guiones ajenos.

—¡Pero pasaste décadas con papá! ¿Cómo borras todo así?

Su madre guardó silencio un instante antes de responder, con calma pero firmeza:

—Tu padre me traicionó. No fue un error, fue una elección. Y yo ya no quiero ser la criada de nadie. Quiero vivir. Para mí. Pasé años viviendo para la familia. Ahora, nadie me dice cómo hacerlo.

—¡Pero ya casi cumples cincuenta!

—¿Y qué? No tengo que envejecer siguiendo un horario.

Lucía sintió que había ido demasiado lejos.

—Perdona, no quería ofenderte. Es solo que me preocupo.

—Si te avergüenzo, no me invites a la boda. Pero entérate: no me esconderé bajo un pañuelo ni me pondré vestidos anchos. Bailaré, quizá incluso coquetee. Me siento bien.

—No, mamá, quiero que vengas. Es solo que…

—¿Que doña Carmen no lo aprobará? Pues que no lo haga. Yo, por fin, estoy viva.

Al volver a casa, Lucía se lo contó a su prometido.

—No sé cómo tomármelo.

Javier se rio.

—Pues yo creo que tu madre es una cracks. Podría haberse derrumbado, pero eligió vivir. ¿Acaso es un crimen ser feliz?

Ese fin de semana, Lucía llamó a su madre.

—Mamá, ¿vamos al spa y luego a un bar concierto?

—¿No te dará vergüenza estar conmigo?

—Diré que eres mi hermana mayor —se rio Lucía.

—Trato hecho. Pero aviso: no volveremos temprano.

Ese día lo cambió todo. Lucía entendió por primera vez la fuerza que tenía su madre. Y que quizá debía aprender de ella: ser una misma. Vivir no como «debe ser», sino como se desea.

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