Vino para quedarse
Javier Martínez iba de visita por primera vez en mucho tiempo. Iba a ver a una mujer que ocupaba cada vez más sus pensamientos. Y eso que él mismo se había jurado años atrás: nunca más una familia. Ni amor, ni matrimonios, ni dolor.
Tras el divorcio, su vida se derrumbó. Ella se llevó a su hijo de tres años y se mudó a otra ciudad. Javier intentó luchar. No creyó cuando le susurraron sobre sus infidelidades. Hasta que un día, mirándola a los ojos, ella misma le confesó: «Me voy con otro. Amor, sentimientos… cosas que jamás viví contigo».
Javier no le rogó que se quedara. Pero no concebía la vida sin su hijo. Desde que nació, lo había criado él solo: levantándose de noche para darle el biberón, lavando pañales, enseñándole a caminar. Eran uno solo. Y ahora… lo habían borrado de su vida. El niño vivía a mil kilómetros. Cuando Javier, desesperado, fue a verlo, el pequeño, sin mirar los regalos, se subió a sus rodillas y le apretó la mano en silencio. Al irse, el niño se puso el abrigo y se plantó en la puerta:
—Quiero estar con papá. Me voy con papá.
Lo detuvieron. A Javier lo echaron por la puerta. Desde el rellano, siguió escuchando la vocecilla: «¡Quiero estar con papá!».
Fin. Prohibieron las visitas. Solo llamadas esporádicas, transferencias de dinero y paquetes. Para su hijo, se convirtió en un fantasma. Alguien que existe, pero que casi no está…
Javier se encerró en sí mismo. Hubo mujeres, pero en cuanto hablaban de algo serio, él desaparecía. Tenía miedo. No por él. Por aquel niño al que le habían arrebatado.
Hasta que conoció a Lucía. En una presentación. Vestido negro discreto, pelo castaño rojizo, mirada profunda. Como si despertara. Averiguó todo sobre ella: soltera, un hijo de tres años, vivía con su madre, no salía con hombres. Inteligente, guapa, con principios.
Buscó excusas para verla. «Casualmente» aparecía cerca de su oficina o del supermercado. Lucía no lo rechazaba, pero mantenía distancia. Todo avanzó lentamente. Hasta que, por fin, lo invitó a su casa. Para conocer a su hijo y a su madre. Era una señal.
Javier se preparó con cuidado: abrigo, bufanda, colonia, un regalo—un gran juego de construcción. Estaba nervioso: ¿lo aceptaría el niño? ¿Encontrarían complicidad?
Llamó a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó una vocecilla.
—Javier Martínez —respondió.
La puerta se abrió. En el umbral, un niño serio, con camisa blanca y pajarita, lo miraba.
—Hola. ¡Pase! Mamá vuelve pronto del mercado. Me dijo que le recibiera. Pero tranquilo, que la abuela duerme. Le duele la cabeza. ¡Adelante! Solo que… quíteseme los pantalones.
—¿Cómo? —Javier parpadeó.
—¡Viene de la calle! Mamá dice que los pantalones traen microbios. Nos pondremos malos. Hay que quitárselos en el recibidor. No pasará frío, hace calor.
El niño hablaba muy serio, repitiendo palabras de adultos. Javier dudó.
—¿Puedo dejármelos puestos? Son nuevos, limpios. No he jugado en el parque. Si quieres, los cepillo. Me llamo Javier, ¿y tú?
—Adrián. Por mi abuelo. Mucho gusto. Bueno, puede pasar con pantalón, pero mamá se enfadará. Aquí tiene zapatillas. ¡Póngaselas!
—Claro. El suelo es sagrado.
—Mamá las compró para usted. A mí no me dejan andar con zapatos. Solo si es urgente: pegadito a la pared y saltando la alfombra. En casa no está limpio porque lo frieguen, sino porque no ensuciamos. Eso dice la abuela.
Javier sonrió. El niño era listo, ocurrente y quería impresionar. Lo miró con esa inocencia infantil que atraviesa el alma, y algo cálido se encogió en su pecho.
—Te traje algo. Un juego de construcción. ¿Te gusta montar cosas?
—Sí, pero no sé muy bien. Mamá dice que aprenderé. Pronto cumplo cuatro.
—Pues lo haremos juntos. ¿Lo lograremos?
—¿Tú no vienes solo de visita? ¿Te… quedas para siempre?
Javier se agachó, mirándolo a los ojos.
—Me encantaría quedarme. ¿Me aceptas?
—Claro.
—Entonces, me casaré con tu madre.
—¡Piénsatelo! Obliga a quitarse los pantalones en la entrada. ¡Es muy exigente!
—Negociaremos. A lo mejor hasta consigo que te dejen andar con zapatos.
Se rieron. Una mano grande envolvió una pequeña. La confianza surgió al instante.
Cuando Lucía regresó, no entró directamCuando Lucía entró en la sala y vio a Javier y a Adrián riendo mientras terminaban la construcción, supo que esta vez, el amor no venía para irse, sino para quedarse.