Un hogar sin parientes

El piso de Julia — y sin familia política

Julia fregaba los platos cuando sonó el timbre. En la puerta, como un rayo en cielo despejado, estaba su suegra.

—Hola, Julita —dijo Nelida con una dulzura fingida—. Decidí visitaros. ¡Me he pasado por aquí de visita!

Julia la invitó a la cocina, puso la tetera al fuego y llamó a su marido:

—¡Víctor, ha venido tu madre!

Minutos después, todos estaban sentados a la mesa. La suegra removía lentamente el azúcar en su té, observando a su nuera con un gesto que Julia ya conocía demasiado bien: tras esa mirada siempre había una manipulación en camino.

—¿Sabes, Victorito? —empezó Nelida—. Diego le ha propuesto a Lola que se vayan a vivir juntos. ¡Imagínate! ¡Antes incluso de la boda!

—Pobre diablo —se rió Víctor—. Lola le va a dar guerra. No va a conocer la paz.

—¡Qué dices! —replicó la suegra con orgullo—. Lola es diferente. Es modesta, inteligente, nada que ver con algunas…

Julia reconoció aquella mirada. La piedra, como siempre, iba directa hacia ella. Y, una vez más, fingió no darse por aludida.

—¿Y sabes lo que Diego va a hacer? —dijo Nelida, levantando un dedo triunfal—. ¡Le va a regalar un piso! ¿Te imaginas? ¡Para la boda! ¡Eso es un hombre de verdad!

Víctor torció el gesto.

—Ya veremos qué regala. Hasta que no vea los papeles, no me lo creo.

—¡Eso es elegir bien! —insistió Nelida—. Tú, en cambio, tienes una mujer con piso y ni siquiera figuras como dueño.

Julia salió de la habitación. El corazón se le encogió. Otra vez lo mismo: lo de «ponerlo a medias», «¿dónde está la justicia?», «somos una familia». Llevaban un año casados, y en todo ese tiempo, Nelida no dejaba de intentar arañar un pedazo de la vivienda de su nuera.

Víctor también presionaba: decía que se reían de él, un hombre sin piso. Él había comprado el coche, pagado la reforma y los muebles, pero todo era «de otro».

—Nadie te engañó, Víctor —le respondía Julia—. No te casaste con un piso, sino conmigo. ¿O no?

Él callaba. Hasta la siguiente visita de su madre.

Cuando la tía autoritaria de Víctor apareció por casa, él empezó a inventar historias.

—Sí, compramos el piso. Con mi dinero, básicamente —afirmó con seguridad.

Julia casi se atragantó con el té. La mentira fluía sin control. Calló. No por él, sino por ella misma.

Luego vino su amigo Andrés. Víctor volvió a pavonearse:

—Pasa, esto es como tu casa. ¡El piso es nuestro, de Julia y mío!

—¡Enhorabuena! —dijo el amigo, impresionado—. Te casaste, compraste piso… ¡Y tienes un coche genial!

Julia lo miraba sin creerlo. ¿Dónde estaba aquel chico bueno y sencillo con el que salía?

Hizo las maletas y se fue a casa de sus padres.

—Mamá, no puedo más. No me siento como una esposa, sino como una inversión. Se casó conmigo solo por el piso…

—Piénsalo, hija. Pero del piso, ni un centímetro. ¿Me oyes? ¡Nada!

Julia volvió. Y, al poco, apareció su suegra. Sin avisar, despeinada, llorando.

—¡Víctor, es un desastre! Diego ha dejado a Lola. No habrá boda. Y ella tiene deudas: coche, ropa, el móvil…

—¿Y qué tenemos que ver nosotros? —preguntó Víctor, confundido.

—Hay que ayudarla. Que Julia ponga el piso a tu nombre. Lo hipotecáis, pagamos la deuda. ¡Luego lo recuperamos!

Julia se quedó muda. Pero reaccionó rápido.

—¡Jamás! Este piso es un regalo de mis padres. Y no vais a tocarlo ni por un uno por ciento.

—¡Sin corazón! —gritó Nelida.

Julia se encerró en la habitación, pero escuchó el susurro de madre e hijo junto a la puerta.

—Lo he intentado todo, hijito. Pero ella no cede…

—Veré qué más se me ocurre —dijo Víctor, sombrío.

Julia abrió la puerta de golpe:

—¡Inventad! ¡Inventad lo que queráis! Pero sabed una cosa: este piso no será vuestro. Ni un rincón. ¡Si queréis vivir bien, trabajad, como todo el mundo!

Al día siguiente, Víctor se fue a casa de su madre.

Julia pidió el divorcio. Tardó en darse cuenta, pero mejor tarde que darles lo suyo. Porque el apetito ajeno no tiene límites. Y la dignidad, solo una.

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