—¿Y dónde están? —Marina miró con inquietud hacia la cocina y luego al salón. Nada. La casa estaba en silencio, algo tan poco habitual que le resultó sospechoso.
Desde por la mañana, todo había sido insoportable. Su madre—severa, obstinada, con una mirada pesada y una lista interminable de reproches. Su marido—reservado, irritable, sordo a cualquier petición. Habían aceptado que su madre viviera con ellos “una semanita”. Ya iban por la tercera.
—¡Mamá! ¡Alejandro! —llamó fuerte. Ninguna respuesta. Le dio un vuelco el corazón.
Se abrigó con rapidez y corrió hacia el garaje. Allí solía refugiarse su marido, restaurando muebles viejos para escapar de la rutina. La puerta estaba entreabierta, y de dentro salían voces.
—Si tratas bien la superficie, el barniz quedará uniforme —decía su madre, con un tono suave, casi cariñoso.
—Yo suelo diluir la primera capa —contestó Alejandro—. Así la madera absorbe mejor.
Marina se quedó quieta en el umbral, como temiendo romper aquella frágil armonía. Ante ella, algo casi imposible: su madre y su marido, siempre discutiendo, estaban sentados juntos restaurando un viejo marco de espejo. Su madre llevaba un delantal manchado de barniz; Alejandro, una lija en una mano y un pincel en la otra.
—Vaya giro inesperado —murmuró Marina, acomodándose en un rincón para observar.
Hacía semanas que ella había insistido: su madre debía mudarse. En el hogar de ancianos donde vivía desde la muerte de su padre, habían empezado obras. Prometieron reubicarla temporalmente, pero su madre fue tajante: “Prefiero ir con mi hija. Así ayudo y no seré una carga”.
Alejandro no estaba entusiasmado. Nunca ocultó que su relación con su suegra era complicada. Demasiado distintos. Ella—dura, exigente, con ideas inflexibles. Él—tranquilo, pero rencoroso.
Desde el primer día, hubo roces: los tenedores mal colocados, las camisas mal planchadas, la puerta cerrada demasiado fuerte. Por las noches, Marina escuchaba sus quejas en silencio. Dos personas fuertes, tercas, acostumbradas a mandar—bajo un mismo techo.
Temía que su matrimonio no lo resistiera.
Pero ahora, allí estaban, sentados juntos. Resulta que su madre había trabajado en una fábrica de muebles de joven. Y Alejandro, autodidacta, siempre había soñado con conocer a un profesional.
—Tienes pulso firme —dijo él—. No cualquiera trabaja así.
—Y tú tienes talento —respondió ella—. Tienes intuición.
Luego prepararon té juntos, sacaron un tarro de mermelada de un viejo cajón, y Marina no pudo más:
—¿Han secuestrado a mi madre?
Su madre soltó una risa:
—Es que antes no teníamos de qué hablar. Ahora hay un proyecto en común. ¡Yo que pensaba que este no servía para nada, y mira cómo trabaja la madera!
Alejandro se rió:
—Y yo creía que me odiaba.
—Odio la tontería. Y tú, al parecer, no eres tonto.
Marina los miró en silencio. Y luego sonrió.
Esa noche, al volver a casa, escuchó a Alejandro susurrar:
—Gracias por quedarte con nosotros, suegra. Nunca pensé que nos entenderíamos.
Y por la mañana, su madre anunció:
—He tomado una decisión. No vuelvo al hogar. Me quedo aquí. Os ayudaré a montar el taller.
Marina no discutió. Cuando dos personas que apenas podían mirarse empiezan a comprenderse, a valorarse y a ayudarse… eso no es un desastre. Es un milagro.
Y quizás, en esta casa, vuelva a haber paz. Incluso calor.