La vuelta fue tardía: Marta ya lo tenía todo decidido.
Javier, con cara de pocos amigos, enrollaba los espaguetis en el tenedor. Marta lo observaba, intentando disimular su preocupación, pero al final no pudo aguantarse:
—¿No te gusta, Javier?
Él frunció el ceño y siguió comiendo sin mirarla.
—Lo he hecho siguiendo la receta al pie de la letra…
—Está bien —gruñó él, evasivo.
—Entonces, ¿qué pasa? ¿Qué te ocurre?
Javier tiró el tenedor de golpe, suspiró fuerte y empezó a dar vueltas por la cocina como un león enjaulado.
—¡Estoy harto! —soltó de repente—. ¡La vida se ha vuelto un pozo! Trabajo, casa, tú en bata, puré, el niño… ¡Esto no es vivir, es una condena!
Marta se quedó helada. Las palabras de su marido dolían más que bofetadas. Él siguió:
—¡Mírate! Antes estabas guapa, pero ahora… —hizo una pausa, buscando la palabra adecuada—. Una ama de casa cansada. La mujer de Rafa es otra cosa: con el bebé, el gimnasio, trabajando desde casa y siempre impecable.
—A ellos les ayuda su madre, y tú los fines de semana duermes hasta tarde. Yo no tengo tiempo para más —intentó excusarse Marta en voz baja.
—¡Siempre tienes una excusa! Pero la verdad es que te has acomodado y te estás quedando atrás. ¡Necesito aire! ¡Un respiro! Me voy a vivir solo. No sé por cuánto tiempo. Quizá para siempre.
—¿Y qué pasa con Pablo?
—Pagaré lo que toca. Y vendré a verlo. No os dejaré desamparados.
Javier se levantó. Marta, como si recobrara el sentido, se interpuso:
—¿Y mi respiro? ¿Yo no cuento? ¡¿Por qué solo tú puedes escaparte de las responsabilidades?!
Él se acercó demasiado, con la voz cargada de irritación:
—¡Tú eres la madre! Punto final. Quédate con tu hijo.
Dicho esto, salió, dejando un silencio espeso tras de sí. Marta se quedó en la cocina, llorando a lágrimas calladas. La cabeza le zumbaba: ¿y ahora qué? Sí, Javier era frío, pero al menos estaba ahí. Ahora todo, el apoyo, la estabilidad… se desmoronaban.
Se fue sin despedirse ni de su hijo. Era obvio: se dirigía a su pisito de soltero.
La primera noche, Marta no pudo pegar ojo, pero por la mañana, agotada, tomó una decisión: no se rebajaría a rogarle que volviera. Saldría adelante sola.
Y lo hizo. Contra todo pronóstico, se sintió más ligera. Ya no tenía que limpiar detrás de un hombre, complacer sus caprichos o lavar montañas de ropa. Javier mandaba dinero, y aunque ajustaba, llegaba.
El dolor era solo moral. Sobre todo cuando vio en redes sociales a Javier de fiesta con otra mujer, sonriendo a la cámara. Su amiga Laura intentó animarla: *”No merece la pena un tipo así”*. Y luego llegó su madre, que hasta se había cogido vacaciones para ayudarla. Sin reproches, solo callada, aunque a veces apretaba los puños al recordar a su yerno.
Con su llegada, Marta revivió. Fue a la peluquería, renovó su armario. Hasta empezó a sonreír. Los regalos de su madre le recordaban que merecía ser feliz.
Javier, como prometió, no visitó a Pablo. En las fotos, eso sí, se le veía disfrutando como si la familia no existiera. Marta esperó, con la esperanza de que recapacitara, pero con cada día que pasaba, entendía: no era un hombre, sino un cobarde que huía de sus obligaciones.
Tres meses después, llamaron a la puerta. Era Javier. Con sus maletas. Irrumpió como si hubiera ganado algo.
—Hola, cariño, ¡he vuelto! ¿Qué hay para cenar?
Pero Marta bloqueó el paso.
—Aquí ya no vives.
—¿Cómo? ¡Soy tu marido!
—No lo eres. He pedido el divorcio. Espera la citación. No has visto a tu hijo como prometiste. Si quieres tus cosas, están empaquetadas.
Javier estalló:
—¡Tengo derecho a ver a mi hijo!
—Claro. Que un juez decida el régimen de visitas. Y les contaré cómo te olvidaste de él durante tres meses. Y les enseñaré tus fotos de juerga.
Al final, vio a Pablo. El niño lo miró con desconfianza. Sin alegría, sin emoción.
Javier esperaba que su mujer solo quisiera darle un escarmiento. Pero Marta no cedió. El apoyo de su madre, el amor por su hijo y saber su propio valor la habían hecho más fuerte.
Ahora, ella y Pablo empezaban una vida nueva. Y Javier se quedó con cacerolas que lavar y camisas que planchar. Vaya descanso…