Misterios Ocultos del Pasado

**Secretos del pasado**

—Alejandro, no llegues tarde hoy, por favor —rogó Ana a su marido mientras removía la sopa en la cocina de su piso en Bilbao—. ¡Nuestra Clara quiere presentarnos a Adrián, su novio!

Alejandro suspiró hondo. Su niña ya había crecido, hasta tenía novio. ¡Cómo vuela el tiempo! Adrián resultó ser encantador: inteligente, culto, con una sonrisa sincera. A Alejandro le cayó bien, y Ana también quedó contenta. Clara brillaba de felicidad; todo había salido perfecto. Pero un día, paseando por el centro comercial en busca de un regalo para Ana, Alejandro escuchó una voz que le heló la sangre.

Llevaba dos años viviendo una doble vida. Conoció a Verónica por casualidad, cuando ella rozó su coche en el aparcamiento.

El rasguño fue insignificante, pero Verónica se disculpó con tanta sinceridad que lo convenció de tomar un café cerca.

Alejandro aceptó. En aquella mujer frágil y vivaz había algo irresistible. Era alegre, independiente, con una chispa especial en la mirada. La conversación se alargó.

Comenzaron a verse en su casa. Alejandro fue claro desde el principio: estaba casado. A Verónica no le importó; se enamoró de aquel hombre seguro de sí mismo.

Con Ana llevaba siete años de matrimonio. Ella era cálida, cariñosa, y su hogar en Bilbao, un refugio acogedor. Ambos tenían buenos sueldos, pero la ausencia de hijos entristecía sus vidas. Los médicos no encontraban explicación.

Alejandro no pensaba dejar a su familia; todo le iba bien. Vejha a Verónica cuando podía, sin descuidar a Ana. Quizás así silenciaba su culpa.

—Ale, estoy embarazada —lo dejó helado Verónica una tarde—. Es hora de elegir: o nosotras, o tu mujer. Estoy harta de vivir en la sombra.

Alejandro se quedó sin palabras. Siempre habían sido cuidadosos. Un hijo fuera del matrimonio no entraba en sus planes.

—¿Cómo ha pasado? —logró decir—. Nos protegíamos.

—Nada es infalible —se encogió de hombros ella.

—Quiero hijos, pero no así. Dame tiempo.

De camino a casa, decidió ser honesto con Ana y divorciarse. No podía vivir sabiendo que otro hijo suyo crecería lejos.

Pero al entrar, Ana lo recibió con los ojos brillantes.

—Alejandro, ¡estás helado! —exclamó—. Fui al médico. ¡Vamos a tener un bebé! ¡Por fin! No te imaginas lo feliz que soy.

Su alegría era contagiosa. Hacía años que no la veía así.

—¿En serio? Es… maravilloso —murmuró él, ocultando su confusión.

No mentía; la noticia lo dejó sin aliento. ¿Dos embarazos en un día? ¿Cómo hablarle a Ana de Verónica? ¿Por qué ahora?

A la mañana siguiente, decidió quedarse con Ana. Con Verónica debía cortar. No podía vivir entre dos hogares. Debía convencerla de no seguir adelante.

Esa noche, en su cocina, Verónica servía té.

—Vero, escucha —empezó él—. Ana está embarazada. Después de años sin hijos… No puedo dejarla. Te ayudaré con el dinero para… la clínica. Eres joven, encontrarás a alguien mejor.

Verónica lo escuchó en silencio, sin lágrimas ni reproches.

—Entiendo —dijo serena—. Mañana pediré cita. No quiero verte más. Sé feliz con tu mujer. Lárgate. Y el dinero, guárdatelo.

Alejandro apretó los dientes. Una situación imposible. Salió sin palabra alguna.

Veintidós años después.

—Ale, no tardes hoy —recordó Ana—. Clara trae a Adrián. Tengo muchas ganas de conocerlo. Pero, por favor, sin interrogatorios. Ella está enamorada, y espero que él la merezca.

Alejandro sonrió. Su Clara ya era una mujer, con novio. Para él siempre sería la niña de las coletas. Recordaba cada instante: su primera sonrisa, sus pasos, su primer diente.

Clara nació delicada. Ana fue una madre perfecta, llenándola de amor. La niña heredó sus rasgos: sus ojos, su pelo, su elegancia.

Alejandro encontró paz. Tenía todo: una mujer que lo amaba, una hija, una vida estable. Casi no pensaba en Verónica.

La cena con Adrián fue un éxito. El chico estudiaba con Clara, era ingenioso y ambicioso. A Alejandro le gustó, y Ana también lo aprobó. Clara radiaba felicidad.

Un día, buscando un regalo para Ana, Alejandro entró en una cafetería.

—Buenas tardes, Alejandro —sonó una voz conocida—. ¡Que aproveche!

Se giró y casi se atraganta. Frente a él estaban Adrián y… Verónica.

Ella apenas había cambiado, solo un poco más llena.

—Te presento a mi madre, Verónica —dijo Adrián—. Y él es el padre de Clara, mi novia.

Verónica tendió la mano, incómoda.

—Encantada —murmuró.

—Igualmente —respondió él.

—Mamá, voy a ayudar a un amigo —dijo Adrián—. Nos vemos en media hora.

Se quedaron solos.

—Felicidades, Ale —susurró ella.

—¿Es tu hijo? ¿Estás casada? —preguntó él, intentando entender.

—Sí, mi hijo. Casada. No sabía que Clara era tu hija. Adrián nunca mencionó su apellido. El mundo es un pañuelo…

—Vero —él respiró hondo—. Nunca lo diría, pero nuestros hijos no pueden estar juntos.

—¿Por qué? —frunció el ceño—. ¿No me has perdonado? Pero ellos no tienen culpa. ¡Se aman!

—Dios mío, no lo entiendes —lo miró fijo—. Adrián es tu hijo.

Alejandro se quedó petrificado.

—¿Mi hijo? Tú dijiste que…

—No pude hacerlo —lo interrumpió—. Lo tuve y nunca me arrepentí. Es maravilloso. Luego me casé. Adrián cree que su padre es mi marido. ¿Y ahora? ¿Cómo se lo explicamos?

—No lo sé —confesó—. Esto es una telenovela. Dame tu número. Hablamos.

Alejandro se sentó en un banco, dándole vueltas. Solo había una salida: la verdad, por dura que fuera.

Al llegar a casa, Ana planchaba.

—¿Dónde estabas? —preguntó—. La cena está fría.

—Ana, tenemos que hablar —dijo él, serio—. Hace años, tuve una amante. Quedó embarazada. Iba a dejarte, pero tú anunciaste tu embarazo. Terminé con ella. Hoy descubrí que Adrián es mi hijo.

Ana se llevó las manos a la cabeza.

—¿Cómo? —susurró—. Un hijo…

—Perdóname —dijo él—. Fui un imbécil. Pero ¿cómo le decimos a Clara?

—Alejandro —lo miró fijo—. No le digas nada.

—¿Qué? ¡Son hermanos!

—Pues será una noche de confesiones —sonrió amarga—. Clara no es tu hija.

Él rio, creyendo que bromeaba.

—¿De quién es?

—Por entonces, yo también tuve un amante —admitió—. Un compañero de trabajo. Tú estabas distante, y él me llenaba de atención. Quería un hijo, y contigo no llegaba. Estoy segura de que es suya. Clara no es tuya. Así que no son hermanos.

—¿Me… engañaste? —sintió que el mundo se derrumbaba.

—Perdóname —bajó la vista—. Solo quería una familia. Con él terminéAlejandro la abrazó en silencio, sabiendo que, a pesar de todo, su amor por Clara y los años compartidos jamás cambiarían.

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