Cuando todo encaja: una elección personal

**Cuando todo cobra sentido: Marina elige por fin su felicidad**

—Mamá, hoy me quedaré un poco más tarde, es el cumple de Laura. Vamos al cine con los amigos —dijo Adrián mientras le daba un beso en la mejilla a Marina y desaparecía en el baño. Tras la puerta, su risa despreocupada se mezclaba con el sonido del agua corriendo.

Marina se quedó junto a la ventana, escuchando cómo la vida bullía a su alrededor. Adrián era feliz. Ligero. Libre. Así como ella nunca había podido ser.

A sus dieciocho años, también creyó en la felicidad sencilla. Sergio parecía el hombre de sus sueños: valiente, guapo, seguro. Se enamoraron, se casaron, empezaron de cero. Pero, al cabo de unos años, Marina entendió que su vida se había reducido a rutina, silencios y soledad.

Sergio llegaba cada vez más tarde del “trabajo”, frío y distante. Hasta que un día, en su bolsa, encontró un tarro de papilla infantil. Y pañales. Quedaron grabados en su memoria como una prueba irrefutable.

—No es lo que crees —murmuró él, incómodo.

—¿Entonces qué es, Sergio? ¡Dime! —gritó ella, agarrando el tarro como si fuera el último hilo de realidad.

Todo se desmoronó después. Fue duro, pero salió adelante. Crió a Adrián sola, sin ayuda. Solo su suegra estuvo ahí, firme como una roca.

Adrián creció, se convirtió en un hombre bueno, inteligente. Ella estaba orgullosa. Pero a veces… a veces la vaciedad volvía. Como hoy.

Se sentó en el sillón, tomó el móvil y vio la notificación: “Pablo te ha enviado una solicitud de amistad”. Pablo… Su antiguo amor del instituto. Aquel que le esperaba a la salida con margaritas. Ni siquiera sabía que aún recordaba su sonrisa, pero el corazón le dio un vuelco.

—Lola, no vas a creerlo —llamó a su amiga—. ¡Pablo, el de nuestra clase, me encontró en Facebook!

—¿En serio? ¿El que estaba loco por ti? Sergio se ponía verde de celos cada vez que lo veía. ¡Acepta! Por lo que sé, ahora le va bien y hace poco se divorció.

Aceptó. Y todo comenzó. Mensajes. Bromas. Recuerdos compartidos. Un coqueteo dulce que le ardía en las mejillas. Pablo era atento, educado, sincero. Parecía que volvía a sentir.

—Adrián, quiero que conozcas a alguien —le dijo un día a su hijo.

—¿A Pablo? —sonrió él—. Mamá, lo noto. Y me alegro por ti.

Marina brillaba. Por primera vez en años. Pero duró poco. Pablo empezó a escribir menos. Luego, con frialdad. Hasta que llegó el mensaje que le heló la sangre:

*”Marina, lo siento. Tengo a alguien más. Tú elegiste a Sergio en su momento, y eso me dolió. Ahora sabes cómo se siente.”*

Quedó paralizada ante la pantalla. ¿Un hombre de cincuenta años… y esa mezquindad? ¿Todo había sido un juego? ¿Venganza por un despecho adolescente?

—Vaya cerdo —suspiró Lola al enterarse—. Respóndele. Con clase.

Juntas redactaron un mensaje irónico, elegante, contundente:

*”Querido Pablo: ¡Muchas gracias! No recordaba la última vez que había reído, coqueteado y me había sentido tan mujer. Me devolviste la juventud. Como si hubiera quitado veinte años de encima. Espero que tu nueva pareja aprecie tu… creatividad. Buena suerte. Un abrazo (plátonico). Marina.”*

La respuesta fue inmediata: un torrente de quejas y reproches. Pero Marina ya se reía. De verdad, por primera vez.

Una semana después, una rubia la abordó en el supermercado:

—¿Eres tú? ¡La que le robó a Pablo! ¡Arruinaste nuestro amor!

Marina se detuvo, y luego, para su propia sorpresa, esbozó una sonrisa:

—Oh, se equivoca de persona. La verdadera ladrona de maridos es Juana. Calle del Bosque, 15. Se llevó al mío y ahora a Pablo. Toda una profesional.

La rubia se quedó petrificada, mientras Marina, conteniendo la risa, seguía su camino.

El sol acariciaba su rostro. Y, de pronto, lo entendió: era feliz. Sin hombres. Sin dramas. Sin pruebas.

Llegó un mensaje de Adrián:

*”Mamá, Laura y yo vamos a probar vivir juntos. Ya veremos cómo va.”*

Marina sonrió. Eso sí era felicidad. Ver a su hijo eligiendo bien.

¿Y ella? Por fin había elegido su propia paz.

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