—Dima y Lena nos han invitado a su casa —dijo Andrés durante la cena, sin siquiera mirar a su mujer—. Mañana vamos.
—¿Qué tal si hago algo de postre? Un pastel de manzana, quizá. No me gusta llegar con las manos vacías —sugirió María.
—No hace falta. Lena cocina de maravilla —señaló él, quitándole importancia—. Con llevar vino y fruta es suficiente.
María asintió, pero por dentro hervía. Era verdad, no era una gran chef, y con el pequeño Pablo todo el tiempo pegado a ella, apenas tenía tiempo. Pero lo intentaba, cocinaba, limpiaba… solo que nadie parecía darse cuenta.
A Lena solo la había visto una vez, en una cena de empresa, y de pasada. Y ahora, ir a su casa como si fuera una orden, encima con indirectas de que las esposas ajenas son mejores.
El sábado por la noche, María se arregló, se peinó con esmero —al menos era agradable salir un poco—. Dejaron al niño con su abuela y se fueron.
El piso de Lena y Dima era, efectivamente, impecable. Todo relucía, olía a pollo asado y a bizcocho recién hecho. María miró disimuladamente alrededor —ellos también tenían un hijo, pero ni un juguete fuera de sitio, ni una miga en el suelo—. Y Lena parecía recién salida de un salón de belleza.
—¡Qué acogedor tenéis todo! —dijo María con educación.
—Y limpio —apuntó Andrés—. Nada que ver con el nuestro. Mari, ¡toma nota!
Todos rieron, menos ella. Le dolieron aquellas palabras. Bajó la mirada y apretó los labios. Le entraron ganas de irse, pero la educación pudo más.
En la mesa, la conversación fluía sin problemas hasta que Andrés empezó a elogiar a Lena: cómo cocinaba, lo guapa que iba, hasta las camisas que planchaba.
—¡Esto sí que es una esposa! —exclamó—. ¡Ojalá tuviera una así!
—¿Y yo qué? —saltó María, sin poder contenerse más.
—Bueno, tú también haces lo que puedes… pero Lena es otro nivel. No te lo tomes a mal.
María se levantó y se encerró en el baño. Se desplomó contra la puerta y lloró. La comparaba. La humillaba. Y ella lo daba todo por él.
Regresó a la mesa, fingiendo que no pasaba nada.
Pero entonces intervino la propia Lena.
—Andrés, si tanto te gusta cómo me veo, podrías aprender de Dima. Él se queda con el niño cuando voy al gimnasio, a la esteticista o de compras. Tú, en cambio, dejas sola a María y encima te quejas.
Andrés se quedó callado un segundo, intentando quitarle hierro:
—Bueno… no todos podemos ser perfectos.
—María también podría serlo si no lo hiciera todo sola —siguió Lena—. A lo mejor, si la ayudaras de vez en cuando, tendríais la casa en orden y ella podría cuidarse.
—¿Esto qué es? ¿Una conjura en mi contra? —se enfadó Andrés—. ¡Solo le hacía un cumplido!
—No, estabas humillando a tu mujer. Llevas todo el rato haciéndolo —intervino Dima con firmeza—. Ni siquiera te das cuenta de lo mucho que le ha dolido escucharte.
—María, ¡diles algo! —gritó Andrés—. ¡Explícales que todo está bien!
Ella lo miró. Sonrió, pero sus ojos estaban vacíos.
—No, Andrés. No está bien. Me humillas. Una y otra vez. Estoy harta.
—¡¿Así que ahora te pones en mi contra?! —bufó él—. Vámonos. Qué vergüenza.
—Llámame si necesitas algo —le susurró Lena al despedirse.
En el taxi, Andrés estalló. Y al llegar a casa, siguió. Acusándola: «¡Te han lavado el cerebro! ¡Antes todo iba bien!».
Pero María no gritó. No se defendió. Solo pensaba en la mañana siguiente, cuando pediría el divorcio.
Un mes después, ya tenía trabajo. Habían admitido a Pablo en la guardería. Y ella, por fin, respiró. Se sintió más ligera. Nadie la comparaba. Nadie la reprochaba. Y ya no temía el silencio en casa. Porque el silencio ya no era vacío. Era libertad.