Regresé a casa temprano y encontré a mi suegra planchando mis cosas: ahora temo dejar ropa en el apartamento.

Pues nada, volví a casa antes de lo normal y me encontré a mi suegra planchando mi ropa… ahora hasta me da miedo dejar la ropa interior en el piso.

Nunca he creído que mi suegra sea mala persona. Al contrario, la respeto muchísimo, porque es la madre de mi marido, la mujer que crió a un buen hombre. Pero el respeto no significa que pueda meterse en mi vida sin preguntar. Y ahora estoy aquí, plantada en medio del salón, mirando cómo pasa la plancha por MIS vestidos de seda, mientras su amiga se toma un té con MI taza favorita. Y me dan ganas de gritar. De rabia. De impotencia. De vergüenza.

Desde el principio lo tuve claro: vivir con ella no era una opción. Mi marido insistía, que si ahorraríamos, que si nos ayudaría… Pero yo ya sabía que somos muy distintas. Aunque sea cariñosa, trabajadora y llena de energía, no podría respirar tranquila en su casa. Nos quedamos en mi piso. Propuse no alquilarlo por si acaso, para tener siempre un plan B. A él al principio le pareció un capricho, pero luego entendió: aquí tenemos nuestras reglas, nuestra vida.

Mi suegra venía mucho. Demasiado. Pero si era cuando estábamos los dos, me aguantaba. Era como un huracán con bayeta: veía cada pelo en el suelo, cada mota de polvo bajo el sofá, cada toalla sin escurrir bien. O limpiaba el frigorífico, o rascaba manchas que ni siquiera yo veía. Mi marido le decía: “Mamá, siéntate, descansa”, pero ella seguía como si nada. El cansancio no iba con ella.

Yo lo soportaba. Con mi trabajo, las horas extra, la casa, llegaba hecha polvo. Si ella quería fregar el baño dos veces, allá ella. Mientras no me molestara, yo tampoco quería líos.

A veces se ponía quisquillosa, pedía cosas raras de comprar, montaba un drama por una sartén sucia o un tupper que “habría que cambiar”. Pero bueno, se podía tolerar.

Hasta que pasó lo que lo cambió todo. Iba a llevar unos papeles del trabajo y un coche me salpicó de arriba abajo. Llegué empapada, llena de barro. Llamé a la oficina y me dijeron: “Vete a casa, ya queda poco día y no puedes estar así en recepción”.

Entré en casa sin quitarme el abrigo y oí voces. El corazón me dio un vuelto: ¡a lo mejor mi marido también había vuelto temprano! Pero no, era ella. Con su amiga. Sobre la tabla de planchar, MI ropa. MIS vestidos de seda, esos que lavo a mano, con mucho cuidado. Y ella ahí, planchándolos. Con la plancha normal. Mientras su amiga contaba algo divertido, sin ver cómo se me caía el alma a los pies.

Con la voz quebrada, pregunté: “¿Cómo habéis entrado?”. Y mi suegra, como si nada: “¿Es que una madre no puede visitar a su hijo? Tengo llave”. La llave que le dio mi marido… “por si acaso”.

¿Pero cómo explicarle que ese “por si acaso” no es para un incendio ni un terremoto, sino para husmear en mi ropa sucia? ¿Que ahora me da miedo abrir el armario por si ya ha estado ahí? ¿Que me repugna pensar en manos ajenas tocando mi ropa interior?

Se fueron. Tan tranquilas, casi ofendidas. Y yo me quedé en el baño mirando el vestido estropeado por la plancha, sin saber qué dolía más: la tela o mi dignidad.

Al día siguiente cambié la cerradura. A mi marido se lo dejé claro: ni una llave más. Hasta estoy pensando en poner una cámara en el recibidor. Para saber, al menos, quién viene y cuándo.

Ahora ya no puedo relajarme. No me siento segura en mi propia casa. Y no, no es por el desorden ni por la plancha. Es porque me han quitado lo más privado. Y lo peor es que mi marido ni siquiera ve el problema…

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MagistrUm
Regresé a casa temprano y encontré a mi suegra planchando mis cosas: ahora temo dejar ropa en el apartamento.