**Diario de un padre**
Estaba en la cocina, friendo unos buñuelos, cuando entró mi mujer. Lucía, con el delantal manchado de aceite, me miró con gesto tenso.
—Miguel, tu madre ha llamado hoy —dijo mientras removía la sartén—. Dice que no la dejo ver a nuestro hijo.
—¿Se quejó? —pregunté, sorprendido.
—Claro. Dice que siempre pongo excusas. Hace un mes que no ve a Martín.
Lucía se secó las manos con brusquedad.
—Miguel… hay algo que debes saber —vaciló un momento—. Tu madre… me dijo algo que no puedo callar.
Cuando terminó de hablar, sentí que el suelo se movía bajo mis pies. No me lo esperaba.
Todo empezó hace un mes. Carmen, mi madre, llegó sin avisar, como siempre. Nada más entrar, escrutó el pasillo con mirada crítica.
—¡Otra vez este desorden! Juguetes por todas partes. ¿Cómo vas a criar a un niño en esta pocilga?
Lucía forzó una sonrisa, pero noté cómo apretaba los puños. Martín acababa de dormirse, y sus juguetes estaban esparcidos por donde había jugado. Pero para mi madre, era motivo de escándalo.
—¡Miguel! —gritó Carmen—. ¿Eres hombre o qué? ¡Debes enseñar a tu mujer a llevar una casa!
—Mamá, no es para tanto —murmuré, sin levantar la vista del móvil.
—¿Que no es para tanto? ¡Parece que ha pasado un tornado!
—Martín es inquieto —intervino Lucía con calma, aunque su voz temblaba.
—¡Inquieto! ¿Y tú qué haces? ¿Dejarlo suelto como un animal?
Y otra vez lo mismo: cómo yo de pequeño era perfecto, educado bajo su lupa. Lucía asentía en silencio, pero cada palabra le quemaba por dentro.
—Doña Carmen —dijo al fin—, educo a mi hijo como creo mejor. Tiene dos años. Está descubriendo el mundo.
—¿Descubriendo? ¡Luego vienen los rasguños, los golpes, y tú diciendo tonterías!
—Es normal. Aprende probando, equivocándose.
—¡Tonterías! Si le pasa algo grave, ¿qué harás?
—Mamá… —intenté mediar, pero ella ardió más.
—Si no sabes ser madre, tendré que avisar a quien corresponda.
Al día siguiente, otra vez llamó a la puerta, seca, sin avisar.
—¿Tan tarde abres? ¡Pensé que no estabas! —espetó.
—Estaba ocupada —respondió Lucía.
—¡Y los juguetes otra vez! ¿No limpias nunca?
—Claro, pero Martín juega. Es normal.
—¿Normal? ¡Mi hijo nunca…!
—Sí, lo sé. Era perfecto. Ni una mancha. Aunque todavía no sabe freír un huevo.
—¿Qué insinúas?
—Que criaste a un hombre que no sabe valerse solo.
—¡Él trabaja, trae dinero! ¡Tú solo estás en casa!
—Cuido a mi hijo. Y quiero que sea independiente. No como su padre, que es mayor pero inútil.
De pronto, un estruendo de cristal roto y el llanto de Martín. Lucía corrió al salón: el niño sangraba de un corte en la mano.
—¡Dios mío! —lo levantó en brazos—. Tranquilo, cariño, ya pasó.
—¡Lo ves! —silbó Carmen—. ¡Te lo dije! ¡No eres una madre, eres un desastre! Iré a Servicios Sociales.
Lucía se quedó helada. Ya no era un insulto. Era una amenaza.
—Bien. Venga con el inspector. Pero ahora, mejor váyase.
Desde ese día, algo cambió. No cerró la puerta de golpe, pero dejó de abrirla sin motivo. Siempre había una excusa: cuarentena, médico, obras, Martín enfermo…
Una vez, mi madre llegó sin avisar. Lucía asomó la cabeza.
—¿No leyó mi mensaje? Lo siento, pero el médico dijo que no reciba visitas. Martín está bajo tratamiento.
—¡Yo no soy una extraña!
—Lo sé, pero… son órdenes del pediatra. Pronto podrá verlo.
Mi madre se fue furiosa, sin contestar.
Esa noche, hablé con Lucía.
—Mamá dice que no la dejas ver a Martín. ¿Por qué?
—Porque tengo miedo. Amenazó con denunciarme.
—Exageras.
—¿Y si lo hace la próxima vez que se enfade?
Callé. Ella me tomó la mano.
—Es nuestro hijo. Su seguridad es lo primero.
—¿Crees que haría algo malo?
—No conoce límites. Su “cuidado” es peligroso.
—Vale —cedí—. No insistiré más.
Lucía sonrió, aliviada. Mi madre cruzó la línea, y ahora las reglas eran otras.
**Lección aprendida:** A veces, proteger a los tuyos significa poner fronteras, incluso a la familia. El amor no justifica el control.