«Mujer mayor regala su piso al hijo menor y el hermano decide vengarse con terribles acusaciones»

Hace tiempo, en un barrio de Madrid, ocurrió una historia que aún hoy me duele recordar. Una mañana, mi madre me llamó con voz angustiada:
—Hija, por favor, visita a nuestra vecina, la tía Carmen. Está muy alterada y pide consejo legal. No quiso decir más, solo insistió en que tú, que tienes estudios, podrías ayudarle.

Conocía a Carmen Ruiz desde mi infancia. Vivíamos en el mismo edificio, y aunque me mudé al casarme, siempre la saludaba al visitar a mi madre. A sus noventa años, aún caminaba con energía por el patio, sonriendo a los vecinos y llevando tortillas a mi madre. Pero últimamente se quejaba del corazón. Su hijo menor, Javier, vivía con ella y la cuidaba. El mayor, Miguel, residía en las afueras y apenas la visitaba.

Miguel estudió en una academia militar, sirvió, se casó, y con los años ganó comodidades: piso, coche, una casita en la sierra. Siempre distante. Con su madre, las conversaciones eran breves, a veces ásperas. Javier, en cambio, nunca se alejó. Por eso, aquella primavera, Carmen decidió cederle el piso en vida.

Miguel lo supo y al principio no objetó:
—Yo no lo necesito. Que Javier tenga algo seguro.
Parecía justo. Pero la calma duró poco.

Al entrar en casa de Carmen esa tarde, vi sus ojos hinchados. Se secó las lágrimas y murmuró:
—Niña… ¿dónde se hace esa prueba… la de la sangre, la de familia?

Me quedé muda.
—Tía Carmen, ¿por qué pregunta eso?

Entonces me contó. Días atrás, Miguel llegó de repente. Cruzó el umbral y, con frialdad, espetó:
—No soy hijo de tu marido. Nuestros tipos de sangre no coinciden. Ahora entiendo por qué le diste el piso a Javier. Él sí es tuyo. Yo no.

Y se marchó, sin dejarla hablar. Desde entonces, evitaba sus llamadas.

Carmen susurraba:
—Mi difunto Antonio tenía sangre positiva… La mía no la recuerdo. En el DNI viejo lo ponía, pero lo renové hace años. Y la de Miguel… ¿cómo saberla? Cuando nació, todo era confusión…

Alguien le sugirió un test de ADN. Le expliqué que sin muestras de su esposo—fallecido hacía veinte años—solo quedaba la exhumación, un trámite costoso y judicial.

Rompió a llorar:
—¿Entonces no podré demostrarle que es su hijo?

No pude contenerme:
—¡Tía Carmen! ¡Usted no debe probar nada! Él ni siquiera dijo su tipo de sangre. Solo quiso herirla. Es un hombre hecho y derecho, pero actúa como un niño celoso. Usted fue justa: dio su hogar a quien la acompañó. Él solo busca clavarle el puñal donde más duele.

Respiré hondo y continué:
—Vaya con Javier al médico, que les tomen muestras. Quizá en el archivo del hospital donde dio a luz quede algún registro. Pero incluso si no… Miguel debería pedirle perdón como un hombre, no acusarla con palabras que destrozan más que navajas.

Asintió, algo más tranquila.
—Tienes razón… Pero sigue sin contestar.

Anoté su número y, al salir, llamé. Respondió con brusquedad.
—Buenas tardes. Soy vecina de su madre.
—¿Qué quiere?
—Hablar de la señora Carmen…
—Adelante.
—Está devastada…

Y cortó.

Mientras el móvil se apagaba, pensé en lo frágiles que son los lazos de sangre cuando el rencor reemplaza al amor. Y en el horror de que un hijo acuse a su madre de algo que jamás cometió.

Carmen no traicionó a nadie. Solo entregó su techo a quien no la abandonó. Miguel se fue solo. Ahora, su venganza es el silencio. Pero para ella, él siempre fue su hijo. Su sangre. Hasta aquel día.

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