En un pequeño pueblo de Castilla, en un acogedor apartamento en las afueras, se desató una tormenta familiar. Lucía, una joven madre de 25 años, se quedó junto a la cuna de su hijo, sintiendo cómo el resentimiento y el cansancio hervían en su interior. Su relato era el grito desesperado de una mujer atrapada entre la maternidad, el deber de esposa y la presión de la familia.
—Mi marido y yo tuvimos una gran pelea —confesó Lucía, secándose los ojos fatigados—. Sí, no soy perfecta, ¡pero soy quien cuida de nuestro hijo! Adrián es un niño muy apegado a mí, llora sin parar… debe ser que le están saliendo los dientes. Lo llevo en brazos todo el día, ni siquiera pude hacer la sopa.
Criar a un niño pequeño es una prueba que no todos comprenden. Pero su marido, Javier, parecía negarse a verlo.
—Llegó del trabajo y empezó a gritar que estaba hambriento como un lobo —su voz temblaba de indignación—. ¡Encima se quejó porque no salí a recibirlo al vestíbulo! Pero yo estaba arrullando a Adrián. ¿Cómo iba a dejarle solo?
Javier no parecía entender lo que significaba ser madre de un bebé. Lucía lo hacía todo: el cuidado del niño, la casa, la comida… ¿Y él? “Mantiene a la familia” y exige comodidad, cena caliente y una limpieza impecable, como si ella fuera una maga capaz de multiplicarse.
Lucía se esforzaba por ser la esposa perfecta, la madre más atenta y la dueña de casa irreprochable. Pero el niño no daba tregua, reclamándola a cada instante, y a veces ni siquiera podía fregar el suelo, mucho menos cocinar tres veces al día. Sus padres vivían lejos, trabajaban y no podían ayudarla. Y con su suegra, Carmen, la relación era más tensa que la cuerda de un violín.
—Mi suegra nunca aprobó nuestro matrimonio —recordó con amargura—. Decía que éramos muy jóvenes, que no estábamos preparados. Pero en realidad, no quería soltar a su “Javi”. Pronosticó que nos separaríamos en un año. Y aquí seguimos… aunque a veces yo misma dudo de cuánto durará.
Tras el nacimiento de Adrián, Lucía intentó acercarse a su suegra. Por un momento, pareció que el hielo se rompía: Carmen le sonrió un par de veces e incluso le regaló un sonajero al niño. Pero de ahí a una relación cálida, había un abismo.
—Y ahora Javier me suelta que estoy obsesionada con el niño —Lucía contuvo las lágrimas—. Dice que solo me ocupo de Adrián y que para él no tengo tiempo. Quiere que el sábado vayamos al centro comercial y dejemos al niño con su madre.
Lucía nunca había dejado a Adrián con nadie. El bebé tomaba pecho, estaba pegado a ella como un imán. Su suegra apenas lo había visto tres veces… ¿cómo iba a manejarlo? Pero Javier no cedió.
—¡Mi madre crió a cuatro hijos! —espetó—. Sabe lo que hace. Tiene más experiencia que tú.
Hasta compró un sacaleches para que Lucía pudiera dejarle leche. Pero Adrián se negaba a tomar del biberón. Lloraba, apartaba la cara, como si supiera que no era ella.
Javier le dio un ultimátum: o cedía y dejaba al niño con su madre, o habría un escándalo. Carmen, por cierto, no se oponía a cuidar al niño un par de horas. Pero Lucía no podía vencer la angustia.
—No confío en ella —admitió en voz baja—. No porque sea mala. Es solo que… es mi hijo. Es mi Adrián. ¿Y si llora? ¿Y si no entiende qué necesita?
Javier insistía en que necesitaban tiempo para ellos.
—¡No solo somos padres, también somos marido y mujer! —le espetó en medio de la discusión—. ¿O acaso ya no sabes lo que es ser una pareja?
Esas palabras la destrozaron. Amaba a su marido, pero sus reproches le parecían injustos. Ella no dormía noches enteras, lo alimentaba, lo arrullaba, le cambiaba los pañales… ¿y él le exigía romanticismo y sonrisas, como si fuera una máquina?
Ahora Lucía tenía que decidir: ceder, ahogando sus miedos, o imponerse, arriesgándose a otra pelea. Su corazón se partía en dos. Temía por su hijo, pero su matrimonio se resquebrajaba.
—No sé qué hacer —susurró, mirando a Adrián dormido—. Si me niego, Javier dirá que no lo valoro. Pero si acepto… ¿podré perdonarme si le pasa algo?
¿Qué debía hacer? ¿Vencer el miedo y confiar en su suegra? ¿O luchar por su derecho a estar con su hijo, aunque eso desatara otra crisis? ¿Estaba exagerando? ¿O era su instinto materno, advirtiéndole que no cediera?







