Una celebración inesperada

En un viejo piso en las afueras de Sevilla flotaba un olor a desastre, disfrazado de ajetreo festivo. Aún en el rellano, Laura sintió el humo penetrante, mientras por las escaleras bajaban riachuelos de agua jabonosa, como si alguien hubiera inundado el portal. Al abrir la puerta, dejó sobre la mesita un ramo del trabajo, se quitó los zapatos gastados y se puso las zapatillas, lamentando no haber llevado botas de goma —el suelo parecía el después de una riada. Desde el fondo del piso llegaba un maullido desgarrador, mezclado con bufidos, ronroneos y olor a quemado.

—¡Javi, ¿qué demonios?!— gritó Laura, sintiendo cómo el corazón se le encogía por el mal presentimiento.

Javier apareció al instante —en calzoncillos, descalzo, la cara llena de hollín y arañazos, con un moratón violáceo bajo el ojo. En la cabeza llevaba una toalla anudada como el turbante de un sultán tras una batalla perdida.

—¿Laurita, ya en casa?— balbuceó, mirando al suelo como un niño pillado en falta. —Pensé que la cena de empresa, siendo la jefa, tardarías hasta…

Laura se dejó caer en una silla, cruzando los brazos.

—Cuéntame, genio de los desastres. ¿Qué has hecho esta vez?

—Cariño, no te preocupes— empezó Javier, pero la voz le temblaba.

—Me preocupé en los noventa cuando los matones venían a cobrar— cortó ella. —Me estresé con cada crisis que casi hunde el negocio. Después de eso, nada me asusta. Habla. ¿Qué ha pasado aquí?

Javier suspiró como un condenado.

—Quería hacerte un regalo especial. Un día diferente. Limpiar, lavar, cocinar… Pedí el día libre, fui al mercado, compré cordero. Pero luego todo se torció.

—¿Cordero?— preguntó Laura, intuyendo un nuevo giro.

—No, la lavadora— confesó. —Metí la ropa, puse el cordero al horno y empecé a limpiar. Y entonces el gato…

—¿Está vivo?— Laura se levantó de un salto, los ojos encendidos.

—¡Sí, sí!— se apresuró Javier. —Solo mojado. Juro que cuando encendí la lavadora no estaba dentro. Y de pronto… pues apareció ahí.

—¿Cómo?— Laura apretó los puños. —¿Cómo se mete un gato en una lavadora cerrada?

—No sé— Javier abrió las manos. —Se filtró, supongo.

Laura cerró los ojos, conteniendo las ganas de estrangularlo.

—Sigue, Sherlock. Y muéstrame al gato. Quiero ver que está bien.

—Eh, Laur…— él dudó. —Hay que ir a verlo.

—¿Tiene las patas enteras?— la voz de Laura se heló.

Javier se tocó los arañazos.

—¡Claro! Solo que… temporalmente inmovilizadas. Por seguridad.

—Vale, sigue— exhaló ella, preparándose para lo peor.

—Bueno, mientras el gato… eh, se lavaba, olí a quemado. Corrí a la cocina, abrí el horno ¡y era el infierno! Me quemé los dedos, el cordero en llamas. Echó aceite y ¡pum! Me ardieron las cejas, humo por todos lados. Y el gato aullaba. Lo vi a través del cristal, incómodo. Apagué la lavadora, pero no abría. El gato gritaba, la cocina ardía, yo con la cara hecha polvo. Agarré una barra, la lavadora goteó, pero el gato salió. Mientras apagaba el fuego, el maldito corrió como loco, rompió jarrones, arañó el papel pintado, tiró las cortinas, volcó el vino que guardaba para la cena. Los vecinos golpeaban los radiadores, jurando castrarnos. Al gato o a mí, no sé. Pero todo bajo control, ¡tranquila!

Laura se secó las lágrimas —no sabía si de risa o terror— y entró. El caos era épico: jarrones rotos, charcos, papel arrancado, olor a chamusquina. Atado al radiador, con las patas amarradas y la cara envuelta en una bufanda vieja, colgaba el gato Duque. Vivo, pero traumatizado. Laura miró a su marido y entrecerró los ojos.

—Explícate— exigió.

—Es que no se estaba quieto— farfulló Javier. —Mojado, tenía miedo de que no se secara. Lo até para que no chillara… los vecinos ya hablaban de exorcismos.

Laura lo soltó, lo secó con la toalla de Javier y le liberó la cara. Duque bufó, pero se acurrucó en su regazo.

—Eres un canalla, Javi— susurró ella. —Podía ahogarse. Aunque tras la lavadora, como yo, ya nada le asusta.

Se sentó en el sofá, abrazando al gato, y clavó la mirada en su marido.

—¿Y?

—¿Qué?— Javier bajó la cabeza. —¿Me ahorco ahora o espero?

—Felicítame, tonto— suspiró Laura. —Es el Día de la Madre.

Javier se iluminó, corrió a la habitación y volvió escondiendo algo. De rodillas, anunció:

—Laurita, luz de mi vida. Treinta años juntos y sigues igual —guapa, fuerte, paciente. La mejor esposa, madre, abuela. ¡Feliz Día! Que brilles como hoy.

Le entregó una cajita con un anillo de oro y un ramo de claveles —arrugados, maltrechos, pero aún vivos.

—Estaban preciosos, en serio— añadió avergonzado. —Pero Duque… no los perdonó. No te enfades. Quería sorprenderte.

Laura atrajo su cabeza hacia sus rodillas, inhalando el aroma de los claveles —aún persistía, contra todo.

—Y vaya que lo has logrado, calamidad. Pero no más experimentos, ¿vale? Con las flores basta. Otro día así y el piso se derrumba. Los vecinos ya buscan una bruja. Y seguro que su marido también hace “sorpresas”.

Juntos, con Duque, se pusieron a salvar el piso, calmar a los vecinos y limpiar los restos del “festival”. Laura, curtida en mil batallas empresariales, sabía lo importante: su marido y su gato seguían vivos. Lo demás eran tonterías.

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Una celebración inesperada