Aquella noche se quedó a dormir mi suegra, María del Carmen. Desde el amanecer irrumpió en nuestro dormitorio gritando: «¡Levántate, Inés, has visto el desastre que tienes en la cocina!». Salté de la cama aún en pijama, con el corazón galopando como un potro desbocado. Corrí por el pasillo, recogiendo a medias mi bata vieja, oliendo el aire por si algo olía a quemado. O quizá había dejado el gas abierto. Mi mente ya pintaba escenas de película: fogones en llamas, cacerolas explotando, cualquier catástrofe imaginable. Entré en la cocina y… cucarachas. Un ejército entero de bichos marrones correteaba por la mesa, los platos y los restos de la cena que ayer me dio pereza recoger. Mi suegra plantada allí, con las manos en las caderas, clavándome una mirada como si hubiera criado a aquellos insectos expresamente para escandalizarla.
«Inés, ¿esto es lo normal en tu casa?», comenzó, con una voz que vibraba de indignación. «¿Cómo se puede vivir así? Tienes hijos, marido, ¡y la cocina parece un cortijo abandonado!». Me quedé paralizada, sin saber qué responder. Sí, lo admito, no recogí anoche porque volví agotada del trabajo. Los niños no paraban de chillar, mi marido, Francisco, mascullaba algo sobre el fútbol, y yo solo soñaba con tirarme en la cama. ¿Quién iba a pensar que esas malditas cucarachas elegirían precisamente esa noche para hacer su desfile? Y lo peor: ¿de dónde habían salido? No vivimos en una chabola, es un piso decente. Bueno, más o menos decente.
María del Carmen, por supuesto, no paraba. «En mis tiempos», soltó, «esto no pasaba. Yo lo fregaba todo después de cenar, hasta la última migaja. ¿Y tú? La juventud de ahora es vaga, solo saben mirar el móvil». Asentí, tragándome el orgullo, porque ¿qué podía decir? No es solo mi suegra, es un general con falda; para ella, el orden en la cocina es una cuestión de honor. Y yo, al parecer, la he decepcionado. Me puse a limpiar frenéticamente: trapo, escoba, agua jabonosa, todo lo que pillaba. Mientras, ella seguía encima: «¡Ahí te has dejado un recoveco! ¿Y ese pegote? ¿Nunca limpias la encimera?». Apenas aguantaba las ganas de contestarle. Pensaba: «María del Carmen, tampoco es que fueras una santa, a ti también se te caerían migas alguna vez». Pero me callé, porque discutir con ella es perder el tiempo.
Mientras yo lidiaba con las cucarachas, Francisco, mi marido, por fin se arrastró fuera de la cama. Entró en la cocina, vio el espectáculo y, en vez de ayudar, soltó una risita: «Oye, Inés, ¿has montado un zoo aquí?». Le lancé una mirada que lo dejó callado al instante, y se puso a preparar el café. Mi suegra meneó la cabeza: «¿Ves? Hasta tu marido se toma esto a risa. Si no fuera porque yo le puse firme a mi hijo, estaría peor que un crío». Ay, pensé, ahora viene el sermón sobre cómo educar a los hombres. Efectivamente: se sentó en la mesa, ya reluciente, y empezó: «Antes los hombres no se consentían tanto. Pero ahora, la juventud les da alas, y mira el resultado: cucarachas en la cocina y ellos riéndose».
Escuchaba, con una sola idea en la cabeza: cómo sobrevivir hasta que María del Carmen se marchara. No es que no la quiera, es buena mujer, pero esos ataques… Para ella no son solo cucarachas, son la prueba de que soy mala ama de casa, mala esposa, quizá hasta mala madre. Y mientras yo fregaba, restregaba y pulía, ella seguía encontrando fallos: el cuchillo mal lavado, la cuchara fuera de sitio. ¡Como si no fuera humana! Con dos hijos, el trabajo, siempre corriendo como una loca, y ahora las cucarachas deciden montar una fiesta. ¿Y de dónde salieron? ¿De los vecinos? El edificio es viejo, el sótano está húmedo, seguro que vienen de allí.
Al fin terminé. La cocina brillaba como en un anuncio de limpiadores. Mi suegra parecía algo más tranquila, pero aún soltó: «Hay que cuidar el orden, Inés. Es tu casa, tu familia. Si no lo haces tú, ¿quién?». Asentí, sonriendo a la fuerza, mientras por dentro gritaba: «¡Déjame en paz!». Francisco, viendo mi estado, se llevó a su madre de paseo, para que yo respirara un poco. Me senté a la mesa, mirando aquella cocina impecable, y me pregunté: ¿realmente soy tan mala ama de casa? ¿Tendrá razón María del Carmen? Pero luego recordé cómo arrastro la casa, los niños, el trabajo, y entendí: lo intento. Quizá no como en sus tiempos, pero lo intento. Y las cucarachas… Bueno, a cualquiera le pasa. Mañana compraré trampas. Pero eso a mi suegra no se lo explico.
Cuando volvieron del paseo, ya estaba más calmada. Puse café, corté pan con tomate, e incluso hablamos como personas. Ella contó sus años jóvenes, cómo también luchó con el hogar, y hasta sentí cierta ternura. Pero en el fondo sabía: la próxima vez que viniera, revisaría la cocina tres veces antes de acostarme. Porque otro amanecer así, entre cucarachas y sermones, no lo soportaría.







