La abuela, mamá dijo que hay que llevarte a una residencia de ancianos: escuché por casualidad la conversación de mis padres
Elena se apresuraba hacia el patio del colegio para recoger a su nieta después de clase. Su rostro brillaba con una sonrisa, y los tacones de sus zapatos resonaban en el pavimento con el mismo ritmo alegre que en su juventud, cuando su corazón aún creía en la bondad y la gratitud. Su ánimo estaba por las nubes: por fin había comprado su propio hogar, un pequeño pero acogedor piso de una habitación en un edificio nuevo. Luminoso, impecable, con cocina nueva y vistas a un parque. Para Elena, ese piso era un símbolo de libertad y de triunfo.
Había tardado mucho en conseguirlo: casi dos años viviendo con modestia, ahorrando, vendiendo la vieja casa del pueblo que construyó con su marido, y con un poco de ayuda de su hija, a quien prometió devolverle el dinero. Su hija y su yerno eran jóvenes, también necesitaban recursos, pero a Elena le bastaba con la mitad de su pensión, sobre todo ahora que tenía un techo propio.
En la puerta del colegio la esperaba su nieta de ocho años, Martita, su alegría, su razón de vivir. Hija tardía de su hija, que la tuvo casi a los cuarenta. Elena no quería mudarse a la ciudad, pero accedió a ayudar con la niña. Durante el día, la recogía del colegio, paseaban, comían juntas y esperaban a que los padres regresaran del trabajo. Luego, volvía a su piso. Formalmente, la propiedad estaba a nombre de su hija, por precaución contra estafas, pero en el fondo, Elena lo consideraba suyo.
Caminaban de la mano cuando, de pronto, Martita se detuvo y miró fijamente a su abuela:
—Abuela… mamá dijo que hay que llevarte a una residencia de ancianos…
Fue como un golpe. El suelo pareció hundirse bajo sus pies. Elena se quedó paralizada.
—¿Qué has dicho, cariño? —preguntó con voz quebrada.
—Pues… a un sitio donde viven los abuelos. Mamá dijo que no te aburrirías…
Elena sintió que todo se le encogía por dentro. Forzó una sonrisa, pero sus labios temblaban.
—¿Y cómo sabes eso?
—Escuché a mamá y a papá hablando en la cocina. Mamá dijo que ya había hablado con una señora. Que no te llevarían todavía, que esperarían a que yo creciera. Pero no le digas que te lo he contado… por favor…
—Vale, mi niña… no se lo diré —respondió Elena, abriendo con dificultad la puerta del piso—. Me encuentro un poco mal, voy a descansar un rato… tú cámbiate de ropa, ¿vale?
Martita corrió a su habitación, mientras Elena se dejaba caer en el sofá, sin quitarse el abrigo. Las paredes parecían moverse ante sus ojos, y en sus oídos resonaban las palabras de su nieta: *residencia de ancianos… no te aburrirás… ya lo acordaron…*
Tres meses después, recogió sus cosas. Sin dramas, sin reproches. Simplemente, cerró la puerta de su piso y no volvió nunca.
Ahora, Elena vive en un pueblo, alquilando una casita pequeña a una vieja amiga. Allí, el aire es diferente, y la gente, más cálida. Ahorra para comprar su propia casa, aunque sea humilde. Sus amigas y parientes lejanos la apoyan, algunos con palabras, otros con hechos. Aunque también hay quien la cuestiona:
—¿Y no pudiste hablar con tu hija? ¿No sería un invento de la niña?
—Una niña no inventaría algo así —respondía Elena con firmeza—. Conozco a mi hija. Ni una llamada, ni una carta, ni una palabra desde que me fui. Eso lo dice todo. Y que sepa que lo descubrí. No la llamo. Y no lo haré. Yo no tengo la culpa.





