El eco del pasado: la tragedia de Isabel María
Isabel María se quedó plantada frente a la puerta descascarada de un portal, apretando con manos temblorosas un sobre. El bloque de nueve plantas en el barrio residencial de la pequeña ciudad de Pueblolago le parecía ajeno, como de otro mundo. Pero ahí, en el cuarto piso, vivía su hijo. Treinta años atrás lo había abandonado: un niño pequeño con un flequillo rebelde. Ahora tenía treinta y cinco…
—Qué tontería— susurró, observando las ventanas opacas del edificio—. Una estupidez sin remedio.
En un banco junto al portal, unas ancianas cotilleaban. Una de ellas la llamó:
—¿A quién busca, señora?
—A Antonio… Antonio José— su voz tembló al pronunciar el nombre de su hijo, como un eco del pasado.
—¿A Antoñito?— se animó la anciana—. ¡Un muchacho excelente, educado, siempre saluda! ¿Qué parentesco tiene con él?
Isabel calló, entrando rápidamente en el portal. ¿Qué era ella para él? ¿Una madre que no lo había visto en tres décadas? ¿Una desconocida con su mismo apellido? En el ascensor, sacó un espejito. Las canas en su pelo, las arrugas alrededor de los ojos—a sus cincuenta y seis años, el tiempo no se escondía bajo maquillaje. ¿Recordaría su rostro? ¿O solo quedaba en su memoria un vago recuerdo?
Cuarto piso. Puerta a la izquierda. Seguro estaba casado… A su edad era lo normal. Isabel alzó la mano para tocar el timbre, pero sus dedos traicioneros temblaron. Permaneció así un minuto, dos, cinco. Finalmente, sin atreverse, bajó y dejó el sobre en el buzón.
*«Antonio. Sé que no tengo derecho a pedir nada. Pero dame una oportunidad para explicarme. Mamá. Llámame, aquí está mi número…»*
Mamá. Qué extraño sonaba esa palabra después de treinta años sin pronunciarla. Isabel volvió al coche y allí permaneció hasta el anochecer, observando el portal. Un hombre alto con un maletín—idéntico a su padre. Era él. Luego, una mujer joven con bolsas de la compra—probablemente su esposa. Hablaban, reían. Una familia normal en una tarde cualquiera. ¿Habría leído su carta? ¿Llamaría?
El teléfono sonó cuando ya se disponía a marcharse. Era Víctor, su exmarido.
—¿Para qué has venido?— su voz, tan familiar, sonó cansada y fría.
—Víctor…
—No empieces. Solo dime: ¿por qué?
—Quiero ver a mi hijo— la voz de Isabel se quebró.
Él resopló, y en ese sonido había tanto dolor como desprecio.
—¿A tu hijo? ¿Treinta años sin querer verlo y ahora de repente sí?
—No lo entiendes…
—No, tú no entiendes— su voz se suavizó, pero se endureció—. ¿Dónde estabas cuando enfermaba? ¿Cuando lo acosaban en el colegio? ¿Cuando ingresó en la universidad? ¿Dónde has estado todos estos años?
Isabel calló. ¿Qué podía decir?
—Me llamó. Dijo que tiró tu nota— añadió Víctor—. Vete, Isabel. Llegaste tarde. Treinta años tarde.
El tono de llamada cortó como un cuchillo. Isabel se quedó mirando las ventanas oscuras. Recordó a Antonio pequeño, llamándola por las noches. Cómo se levantaba, lo mecía, cantándole una nana… ¿Por qué se había ido entonces? ¿Por qué no luchó por él?
Al día siguiente, regresó. Esperó a que Víctor saliera al trabajo y lo siguió. Se estacionó frente a su oficina, entró detrás. No había cambiado—la misma postura recta, la misma mirada atenta. Solo las sienes, completamente plateadas.
—Te pedí que te fueras— dijo al verla.
—Víctor, por favor. Solo quiero hablar con él. Explicarle…
—¿Qué explicar?— hizo una mueca, como si le doliera—. ¿Cómo te fuiste con otro hombre? ¿Cómo construiste una nueva vida? ¿Cómo nos olvidaste?
—¡No los olvidé!— las lágrimas brotaron—. ¡Pensé en él todos los días!
—¿Pensaste?— sonrió con amargura—. Yo lo crié. Solo. No dormí cuando enfermaba. Lo llevé al colegio. Le enseñé a ser hombre. Tú solo… pensaste.
Isabel bajó la cabeza. En la recepción solo se escuchaba el tictac de un reloj.
—¿Sabes lo que preguntaba de niño?— la voz de Víctor fue casi un susurro—. *Papá, ¿por qué mamá no me quiere?* ¿Qué le respondía?
—¡Lo quise! ¡Lo quiero!— Isabel jadeó entre lágrimas.
—No, Isabel. Te quisiste a ti. A tu libertad. A tus sueños. A él, no.
Salió tambaleándose de la oficina. En el coche, sus manos temblaban tanto que no podía encender el motor. Veía a Antonio pequeño preguntando por qué su madre no lo quería. ¿Cómo pudo hacerlo? ¿Cómo?
Esa noche volvió a su casa. Reconoció a la esposa de Antonio—la misma del día anterior.
—¡Disculpe!— gritó Isabel, la voz quebrada—. ¿Podría hablar un momento?
La mujer se giró, con cautela.
—¿Quién es usted?
—Yo…— Isabel tragó saliva, las palabras le quemaban—. Soy la madre de Antonio.
—Ah, *esa* madre— el tono de la mujer, llamada Lucía, tenía amargura.
—Por favor, necesito hablar con él.
—¿Para qué?— Lucía negó con la cabeza—. ¿Para lastimarlo otra vez?
—No, yo…
—Mire— Lucía ajustó la bolsa al hombro—, él nunca habla de usted. Jamás. Para él, ese tema no existe. Y en su lugar…
—¡Luci! ¿Dónde te metes?— una voz interrumpió.
Ambas se sobresaltaron. En la entrada estaba Antonio—alto, de hombros anchos, tan parecido a Víctor de joven. Las miraba, frunciendo el ceño.
—¡Antonio!— Isabel dio un paso, el corazón en la garganta—. Antonio, soy yo…
Él la miró con frialdad, como a una extraña.
—Sé quién es— dijo con calma—. Y no quiero hablar.
—Hijo…
—No me llame así— su voz se endureció—. Me abandonó. No le importé. Ahora usted no me importa.
—¡Déjame explicarte!
—¿Explicar qué?— sonrió amargamente, igual que Víctor—. ¿Cómo se fue a construir una vida nueva? ¿Cómo se casó? ¿Cómo ni una vez en treinta años llamó?
—¡Llamé! El primer año…
—El primer año— asintió—. ¿Y después? ¿Dónde estaba cuando cumplí cinco? ¿Diez? ¿Quince? ¿Dónde en mi graduación? ¿En mi boda?
Cada palabra era un martillazo. Isabel calló, tragando lágrimas.
—Voy a ser padre pronto— retrocedió hacia la puerta—. Jamás podría abandonar a mi hijo. Jamás.
—Antoñito…
—Esperó treinta años— tomó el picaporte—. Ahora yo esperaré otros tantos para olvidarla.
La puerta se cerró. Isabel se quedó en el pasillo vacío, las manos sobre el pecho. Tras la pared, se escuchaba música. Alguien bajaba las escaleras, taconeando.
Bajó lentamente. En el primer piso, las piernas le fallaron. Se sentó en el alféizar y sacó el teléfono.
*«Víctor— escribió a su exmarido—. Gracias por criarlo. Por hacer de él… un hombre de verdad.»*Esa noche, bajo la luna de Pueblolago, Isabel supo que algunas heridas nunca cicatrizan, pero que el amor, aunque tardío, seguía latiendo en silencio en su pecho.