Alejandro y Lucía celebraban su boda. Los invitados llegaron desde primera hora, con trajes elegantes, champán y música. Todo como debe ser. La madre de Alejandro, Carmen López, había viajado dos días antes para conocer a los padres de la novia y ayudar con los preparativos.
—Mamá, estás radiante —sonrió Alejandro al recibirla en la entrada—. Parece que te has enamorado —bromeó.
De pronto, notó cómo sus mejillas se sonrojaban y su mirada se desvió bruscamente. Le sorprendió, pero no dijo nada.
Al día siguiente, durante la ceremonia, apareció un viejo amigo de su difunto padre, Francisco Méndez. Lo acompañaba un hombre desconocido, de unos cuarenta y cinco años, esbelto, bien vestido, con un traje caro.
—Alejandro, te presento a mi primo, Javier —dijo Francisco—. Es un experto en tecnología, se le da como el agua al pez.
Alejandro le estrechó la mano y, en ese instante, captó la mirada fija de su madre. Observaba a Javier con una expresión que delataba años de espera. En sus ojos brillaba algo inconfundible: ternura. Y entonces, todo cobró sentido.
Su madre estaba enamorada. De ese tal Javier.
Se apartó, incómodo. ¿Era su boda, y su madre traía un romance? Además, con un hombre casi diez años menor.
—Mamá —le dijo más tarde—. ¿Lo invitaste tú?
—Sí. Perdona si no es el momento, pero quería que estuviera aquí.
—¿Te das cuenta de cómo se ve esto? Papá no lleva ni un año muerto, y tú ya…
—No te pido permiso, Alejandro. Solo quiero ser feliz. Guardé silencio demasiados años. Tu padre fue un buen hombre, pero no el más fiel. Aguánté por ti. Ahora, déjame vivir.
Mientras asimilaba sus palabras, Francisco se acercó.
—No la juzgues. Durante años supe lo que sufrió. Calló por ti. Ahora tiene una oportunidad. Y créeme, Javier es un hombre honrado. La respeta.
Alejardo calló. Le dolía. Pero tenía veintinueve años y había elegido su propia vida. ¿Por qué negársela a su madre?
Poco después, Javier se le acercó.
—Entiendo tu confusión. Pero amo a tu madre. De verdad. No es cuestión de edad. No busco su herencia ni su dinero. Trabajo con mis manos, y siempre ha sido así. Pero con ella… soy feliz.
Alejandro lo miró. Su expresión era seria, su voz tranquila. Un hombre, no un niño.
—Está bien. Solo una cosa: si la lastimas, no te lo perdonaré —susurró, y le estrechó la mano.
La boda fue perfecta. Los invitados bailaron hasta altas horas. Carmen López resplandecía de alegría, como si hubiera renacido. Dos meses después, Javier le propuso matrimonio, y Alejandro ni siquiera se sorprendió.
Hasta le dijo:
—Si mamá es feliz, entonces hice bien en dejarte quedarte aquel día.
Y así fue. Alejandro y Lucía tuvieron un hijo, y la abuela con su “nuevo abuelo” lo recibieron como propio.
Moraleja: La felicidad no tiene fecha de caducidad, y el amor verdadero merece una oportunidad, sin importar el cuándo ni el cómo.