«¿Me estás engañando?» — y todo se vino abajo

—¿Me estás siendo infiel? — y todo se fue al traste.

Lucía llegó a casa tarde por la noche. Se quitó el abrigo, sacó de su bolso el pastel que había traído del trabajo y, sin decir palabra, se dirigió a la cocina. Callada, pero por dentro hervía. Los últimos meses, su vida se desmoronaba como un castillo de naipes. Pero Lucía aguantaba. Preparó la cena, encendió la cocina, cortó la ensalada y puso los platos en la mesa. Justo a las ocho, como un reloj, entró su marido.

Javier se quitó la chaqueta en silencio, pasó a la cocina y se sentó. Durante unos segundos, la miró con el ceño fruncido antes de soltar:

—No me estarás engañando, ¿verdad?

Lucía se quedó petrificada con el plato en las manos. Un silencio sepulcral. Solo se escuchaba el tictac del reloj de pared barato.

—¿De dónde sacas eso? —preguntó fríamente, sin moverse.

—Es que… últimamente estás rara. Te maquillas más. Te vistes con más color. Llegas más tarde del trabajo. Como si te hubieras enamorado otra vez.

Ella dejó el plato delante de él sin decir nada.

—¿Lo dices en serio? —dijo Lucía—. Estoy trabajando en dos empleos para pagar la hipoteca. Tú no has traído ni un euro a casa desde marzo. No te reprocho nada. Pero podrías apoyarme en vez de montar dramas de celos solo porque me he peinado.

Javier se levantó de un salto y, sin cenar, se encerró en el dormitorio dando un portazo.

Hubo un tiempo en que Lucía creyó que su matrimonio era un golpe de suerte. Javier era divertido, responsable, no bebía ni salía de juerga. Tras casarse, alquilaron un piso, tuvieron a su hijo Pablo y, dos años después, firmaron una hipoteca. Ambos trabajaban, pero él hacía carrera mientras ella se ocupaba de la casa y el niño.

Pero todo se derrumbó en un año. Javier perdió su empleo, pasaba los días tumbado con el portátil, quejándose de la vida. Lucía lo cargaba todo sobre sus espaldas. Una compañera del trabajo le sugirió un empleo extra: cuidar a una anciana solitaria, haciendo la compra, llevándole medicinas y charlando con ella.

Así conoció a Doña Carmen, una mujer peculiar pero brillante, que le pagaba simplemente por su compañía. Por primera vez en años, Lucía sintió que alguien la necesitaba no como ama de casa ni como madre, sino como una amiga. Entre tazas de té, la anciana compartía historias, reía, filosofaba y siempre le decía:

—Te mereces más. Deja de ser una sombra. Levántate y anda. Mímate, quiérete.

Lucía empezó a cambiar. Se cortó el pelo, compró unos vestidos sencillos pero femeninos. Caminaba con la cabeza alta. Y Javier lo notó… y le asustó. No por perderla a ella, sino por perder su control sobre ella.

Un día, husmeó en su portátil. Solo encontró horarios, fotos de Pablo y recetas. Pero aún así, armó escándalo.

—¿Qué, limpias para esa vieja? ¿Por dinero? ¿Acaso no te he dado suficiente en todos estos años?

—Me diste un hijo. Ahora mantengo a los dos. No me avergüenza trabajar. Me avergüenza vivir con un hombre que me lo reprocha. —Y con eso, salió.

Un mes después, Lucía pidió el divorcio. Javier se fue con una amiga de la infancia. Y ella… por primera vez, sintió libertad. En esa libertad no había miedo. Solo paz, y la certeza de que todo sería diferente. Ahora, por fin, vivía para sí misma.

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MagistrUm
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