**Entrada del diario: El abandono de un padre**
Jamás imaginé que mis últimos años los pasaría tras unos barrotes ajenos, vigilado por enfermeras y rodeado de almas tan perdidas como la mía. Siempre creí que merecía algo más: respeto, calor, tranquilidad. Trabajé toda mi vida para mantener a mi familia, construyendo sueños en torno a mi única alegría: mi esposa Lucía y mi hija Margarita.
Con Lucía compartí más de treinta años de amor sincero. Tras su muerte, hace cuatro años, la casa se llenó de silencio y frío. Mi único refugio era Margarita y mi nieta pequeña, Sofía. Les ayudaba en todo: cuidaba a la niña, compartía mi pensión para la comida, las acompañaba cuando mi hija y su marido salían al cine o al trabajo. Hasta que de pronto, todo cambió.
Margarita comenzó a mirarme con reproche si me demoraba en la cocina. Le molestaba incluso mi tos. «Papá, ya has vivido tu vida, deja que los demás vivamos la nuestra», repetía. Luego vinieron los comentarios sobre «residencias con todas las comodidades», «un hogar con médicos y televisión». Intenté resistirme.
—Margarita, este es mi piso. Si te sientes apretada, vete a vivir con tu suegra. Ella está sola en su casa de tres habitaciones.
—¿Sabes que no me llevo bien con ella? ¡No empieces! —repuso con rabia.
—Lo que quieres es quedarte con el piso. ¡Mejor trabaja y gana el tuyo en lugar de echarme!
Tras esa discusión, me llamó «egoísta» y amenazó con «encontrar la manera». Una semana después, empaqué mis cosas. No porque quisiera, sino porque ya no soportaba sentirme un estorbo en mi propia casa. Me fui en silencio. Margarita brillaba de alegría, casi me cargó hasta la puerta.
En la residencia me asignaron una habitación pequeña con una ventana y una televisión antigua. Pasaba los días en el patio, bajo el cielo abierto, rodeado de otros abandonados como yo.
—¿Tus hijos te trajeron aquí? —me preguntó una vecina del banco un día.
—Sí, mi hija decidió que estorbaba —respondí, conteniendo las lágrimas.
—A mí me pasó igual. Mi hijo eligió a su esposa. Me echaron de casa. Me llamo Esperanza.
—Yo soy Pablo. Mucho gusto.
Nos hicimos amigos. El dolor duele menos cuando alguien lo comprende. Así pasó un año. Margarita no llamó ni una vez. Nunca llegó, ni siquiera escribió.
Hasta que un día, mientras leía, escuché una voz conocida.
—¿Pablo Andrés? No esperaba verte aquí —era Ana, una vecina de antes, ahora médica, que había venido a revisar a los residentes.
—Llevo un año aquí. Como ves, ya no sirvo para nada. Ni una llamada, ni un mensaje.
—Qué extraño… Margarita dijo que habías comprado una casita en el pueblo, que te habías ido a descansar.
—Ojalá fuera verdad… En lugar de acabar aquí, tras esta reja.
Ana negó con la cabeza, pero aquella conversación no la dejó en paz. Regresó semanas después con una oferta:
—Pablo Andrés, en el pueblo queda la casa de mi madre, vacía desde que falleció. Es humilde, pero cálida, con bosque y río cerca. Si quieres, puedes irte a vivir allí. No pienso venderla, pero tampoco volver.
Me quedé en silencio hasta que rompí a llorar. Una persona ajena me ofrecía lo que mi propia hija me había negado.
—¿Puedo pedirte algo más? Aquí hay una mujer… Esperanza. Tampoco tiene a nadie. Me gustaría irnos juntos.
—Claro —sonrió Ana—. Si ella acepta, no hay problema.
Corrí hacia Esperanza:
—¡Prepara tus cosas! ¡Nos vamos! Una casa en el pueblo, aire puro, libertad. Será nuestro refugio. ¿Para qué queremos esto?
—¡Vámonos! ¡A empezar de nuevo!
Hicimos las maletas, compramos provisiones y partimos. Ana misma nos llevó en su coche, sin querer que viajáramos en autobús. La abracé sin saber cómo agradecérselo. Solo le pedí una cosa:
—No le digas nada a Margarita. No quiero saber más de ella.
Ana asintió con una sonrisa. No había hecho nada extraordinario. Solo ser humana. Y hoy, eso ya es un milagro.