Un error eterno, una vida de consecuencias

Una vez me equivoqué, y ahora pago el precio toda la vida.

Ángela caminaba por una calle otoñal de Barcelona, arrastrando una maleta pesada. El viento le arrancaba el pelo, la lluvia fría caía con lentitud, y cada paso le dolía en los pies —los tacones le habían dejado las piel en carne viva—. Pero lo que más le dolía era el corazón.

—¿Cómo pude ser tan tonta…? —murmuraba, mirando los charcos—. ¿Cómo pude creerle?

Seis años con Adrián. Promesas, viajes juntos, viviendo en su piso, regalos, flores… Y ahora, solo tenía una maleta, la calle, cero euros en la cuenta y nada del hombre que juró cuidarla siempre. Simplemente la echó. Simplemente le dijo: «He conocido a otra».

Ángela no lloró. Era demasiado orgullosa para humillarse. Pero por dentro, se sentía vacía.

Al pasar frente a un acogedor café, no pudo resistirse: necesitaba un poco de calor y tranquilidad. Entró, pidió un café solo y dos napolitanas. Se sentó junto a la ventana. Por primera vez en todo el día, se detuvo a descansar. Miró a su alrededor. El local estaba lleno: grupos de amigas, parejas, un matrimonio mayor. Y junto a la ventana, un hombre con traje caro, frente a un portátil, serio y concentrado.

Ángela casi dejó caer la taza. Era él. Pedro.

El mismo Pedro al que había dejado siete años atrás por Adrián. En aquel entonces, vivía con su abuela, llevaba camisas gastadas, ahorraba para un curso de programación y le pedía paciencia: «Todo llegará», decía. Pero ella no quiso esperar. No quiso vivir en aquel piso viejo, con un reloj cucú que cantaba cada hora y olor a medicinas. Quería «vivir bien». Quería todo ya.

Y ahora Pedro era un hombre maduro, seguro, elegante. A juzgar por su aspecto, con dinero. Ángela no podía apartar la vista de él, olvidándose del café y las napolitanas. Los recuerdos la asaltaban: las tardes en la cocina, tomando café juntos; su abuela, dulce y amable; Pedro, haciéndole tortilla y llamándola «mi princesa».

Apretó los labios. Ahí estaba su oportunidad. ¿Estaría soltero? ¿La recordaría? ¿La perdonaría?

Se levantó. Cruzó medio local. El corazón le latía con fuerza, las piernas le temblaban. Pero entonces, una voz alegre la detuvo:

—¡Papá! ¡Papi!

Pedro se levantó y se giró. Una niña de unos cinco años corría hacia él. Detrás, una mujer hermosa, de pelo largo. Él abrazó a su hija, besó a su esposa, y los llevó a su mesa.

Ángela se quedó paralizada. Luego, dio media vuelta, regresando en silencio a su sitio. La maleta, las napolitanas, el café frío. El corazón se le oprimía tanto que le daban ganas de gritar.

Un error. Ese, el peor de todos. Abandonar a alguien que te ama por una ilusión. Por alguien que habla bonito, pero traiciona sin dudar.

Ahora Pedro era feliz. Y ella… no era nadie. Ni piso, ni amor, ni futuro. Solo recuerdos y una maleta en la mano.

Salió del café, cerró la puerta tras de sí y, de repente, lo entendió: los verdaderos errores no son elegir a la persona equivocada, sino no valorar a quienes te amaron de verdad.

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