**Diario Personal**
**Diez días después: La casa quedó vacía**
Al volver del trabajo a nuestro pequeño piso en Valencia, Laura se detuvo en la puerta. Algo no estaba bien. Recorrió las habitaciones y un dolor agudo le apretó el corazón: faltaban las cosas de Alejandro —la ropa de verano, la afeitadora, el cepillo de dientes. Se quedó sentada en medio del dormitorio, sintiendo cómo el llanto le quemaba los ojos. Lo había hecho. Se había ido, abandonándola sin una palabra.
Hace unos meses, ella y Alejandro soñaban con unas vacaciones. Él insistía en un destino exótico, y Laura, ilusionada, apoyó la idea. Había imaginado ya los paseos por playas doradas, el sonido de las olas. Acordaron que cada uno pagaría su parte del viaje —en su matrimonio, siempre habían llevado cuentas separadas. Ella se había acostumbrado, aunque a veces le dolía.
Pero hace poco gastó todos sus ahorros en una operación. Alejandro lo sabía y aún así preguntó de dónde sacaría el dinero para el viaje. Sus palabras le cortaron como un cuchillo. Laura, tragándose el orgullo, le pidió que le prestara la parte que le faltaba. Prometió devolverlo con el bono de verano de su trabajo. Pero él solo encogió los hombros y se sumergió en el portátil, murmurando algo incomprensible.
Alejandro tenía una regla inquebrantable: nunca prestaba dinero. ¿Pero acaso ella no era su esposa? ¿No era por quien debería romper esa estúpida norma? En familias normales, estas dudas ni siquiera existían, pero ellos… A veces, Laura debía rogarle dinero hasta para la comida. Sí, llegó a eso. Se sentía humillada, pero seguía esperando que él cambiara.
Intentó hablar con él, pedirle ayuda, pero Alejandro eludía la conversación. Decía que las vacaciones no se cancelarían, pero sus palabras sonaban vacías. Ella esperó, hizo planes, hasta que llegó su semana de descanso. Y se fue. Solo. Sin ella.
Cuando Laura comprendió que su marido había escapado al destino sin avisarle, su corazón se rompió. No solo se había marchado —la había traicionado, eligiendo su dinero y comodidad antes que su familia. La rabia la ahogaba mientras las lágrimas caían en ese piso asfixiante, donde todo le recordaba a él. Llamó a su madre y, entre sollozos, le contó todo.
—¿Cómo pudo hacerte esto, hija? —La voz de su madre temblaba de indignación—. Tu padre y yo siempre compartimos todo. Ven a casa, quédate conmigo. No puedes seguir allí entre esas cuatro paredes.
Laura asintió. No soportaba quedarse en ese hogar lleno de traición. Hizo las maletas y se marchó al pueblo, a casa de su madre. Allí, entre las paredes de su infancia, sintió calor por primera vez en mucho tiempo. Unos días después, su hermano Carlos y su cuñada anunciaron que se iban a la playa. Su cuñada, al notar su tristeza, le dijo:
—Laura, ¡ven con nosotros! ¡Basta de sufrimiento!
Se emocionó hasta las lágrimas. Esas palabras, tan simples, le hicieron ver cuán egoísta había sido su marido. Alejandro nunca la valoró, nunca sacrificó nada por ellos. Vivía para sí mismo, y ella había creído en un amor que nunca existió.
En la playa, por fin respiró con libertad. Rió con sus sobrinos, caminó descalza por la arena, y poco a poco el dolor se desvaneció. Comprendió que no había vuelta atrás. Alejandro le había mostrado quién era, y no quería seguir siendo su sombra. De vuelta en casa de su madre, tomó una decisión. Fue a recoger sus cosas del piso y dejó una nota en la cocina:
*”Me voy. He recogido mis cosas. Espero el divorcio. Espero que hayas disfrutado de tus vacaciones.”*
Diez días después, Alejandro volvió a Valencia. Se paró frente a la puerta, buscando sin éxito las llaves. La vecina, compadecida, le dio las de repuesto. Al entrar, solo encontró silencio. Laura no estaba. La nota, sobre la mesa, era como un puñetazo.
Se dejó caer en una silla, apretando el papel con manos temblorosas. Comprendió lo que había hecho, pero era demasiado tarde. Laura, a quien siempre consideró su sombra, se había ido, dejando solo vacío. Ella decidió elegirse a sí misma, y él sabía que ya no había vuelta atrás.