Vejez en la sombra de la traición

**Vejez en la sombra de la traición**

Hoy les contaré una historia que ocurrió en nuestro barrio, en una de esas zonas residenciales de Valladolid. Está llena de dramatismo, dolor y giros inesperados del destino, como el guion de una película trágica.

Nos mudamos aquí a finales de los setenta, cuando acababan de construir el último edificio de la manzana. Se consideraba casi de lujo: nuevo, con pisos amplios. Cerca abrieron una escuela, para que los niños no tuvieran que cruzar media ciudad. El curso empezaba a mediados de febrero, dando tiempo a las familias a instalarse. Tras la posguerra, una vivienda era un lujo, y allí ofrecían pisos asequibles en un barrio nuevo. La mayoría eran familias jóvenes con hijos, y el patio no tardó en llenarse de risas.

Los niños se hicieron amigos rápido. Ese verano ya sabían en qué clase estarían y pasaban los días corriendo por la calle. Pero había una niña, Valeria, que siempre estaba apartada. Tenía diez años, pero nunca salía. Solo iba a la tienda por encargos de su madre o con su abuela, aunque a los de seis años ya nos dejaban solos. En nuestro grupo se murmuraba que su madre era estricta, casi una tirana, que la golpeaba por cualquier cosa.

Un día, decidimos invitarla nosotros mismos. Llamamos a su puerta, y su madre nos abrió. Para nuestra sorpresa, nos dijo que deseaba que Valeria saliera más, pero que ella prefería estar sola. Nos fuimos con las manos vacías, decididos a no meternos en su vida.

Valeria creció bajo el control férreo de su madre y su abuela, que querían verla refinada y culta. Era diferente al resto: impecable, seria, nada que ver con nosotros, siempre correteando por solares abandonados. A veces, de noche, se escuchaba el sonido de un violín desde su piso, melodías tan tristes que erizaban la piel.

Unos meses después, llegó al edificio una mujer con su hijo, Adrián. Se mudaron al mismo piso que Valeria. Y, milagrosamente, Valeria y Adrián se hicieron amigos. Por primera vez, la vimos en el patio: reía, paseaba, ya no estaba encerrada. Su amistad parecía un salvavidas para ella.

Los años pasaron. Valeria y Adrián cumplieron la mayoría de edad y entraron en la misma universidad. Pero ella no terminó: a los diecinueve, Adrián insistió en casarse. Pronto quedó embarazada, y al año nació su hijo, Javier, idéntico a su padre: pelo oscuro, ojos verdes intensos. La familia celebraba, mientras el barrio murmuraba sobre la joven pareja.

Poco después, se mudó al edificio una mujer soltera, Lucía, de unos cuarenta años. Reservada, pero ganó rápidamente el cariño de los vecinos: llevaba medicinas a quien lo necesitaba, ayudaba con las bolsas pesadas. Valeria le pedía a menudo que recogiera a Javier de la guardería cuando trabajaba hasta tarde.

Pero un día todo se derrumbó. Valeria volvió antes del trabajo, deseando pasar la tarde con su marido e hijo. Al abrir la puerta, se paralizó: Lucía y Adrián se besaban en su propio salón. Todo cobró sentido. Lucía no solo ayudaba con el niño; llevaba meses entrando en su hogar mientras Valeria trabajaba. La traición había durado meses.

Valeria, ciega de dolor, echó a Adrián. Él, sin inmutarse, empacó sus cosas y se fue a vivir con Lucía, que vivía un piso más arriba. La abuela de Valeria había muerto años atrás, y su madre se había ido a otra ciudad con su nuevo marido. Valeria se quedó sola con su hijo. Soñaba con irse, pero no podía: la madre de Adrián, la abuela de Javier, adoraba al niño y no quería perderlo. Valeria, con el corazón encogido, se quedó en ese edificio, donde cada día le recordaba la traición.

Unos años después, Lucía le dio un hijo a Adrián, Daniel, asombrosamente parecido a Javier. Los niños no se veían; Lucía y Adrián los mantenían separados. Adrián empezó a beber, igual que Lucía. Lo despidieron del trabajo, faltaba dinero, y los niños pasaban hambre. La madre de Adrián, la anciana Carmen, se hizo cargo de ambos nietos, comprándoles ropa y comida.

Pero la salud de Carmen empeoró. La llevaron al hospital. Valeria, a pesar del rencor, no pudo abandonar a Daniel. Adrián y Lucía lo olvidaban en la guardería, no lo alimentaban a tiempo. Valeria, apretando los dientes, empezó a cuidar también del segundo niño.

La tragedia llegó cuando Carmen murió de un infarto al enterarse de que Adrián, en una pelea de borrachos, había apuñalado a un amigo y acabó en prisión. Lucía desapareció, abandonando a Daniel. Valeria no lo mandó a un orfanato; ya había sufrido suficiente. Con un sueldo miserable, crió a dos hijos, privándose de todo.

LosLos años siguieron pasando, Javier se mudó a Barcelona para un trabajo importante, Daniel se hizo fontanero, y Valeria, ahora jubilada, recibe con orgullo las cartas de sus hijos, aunque las visitas sean escasas, porque la vida, como siempre, sigue su curso.

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