El ardiente calor de julio se cernía sobre la tierra reseca del pueblo de Valdeflores, perdido en las llanuras de Castilla. La carretera serpenteaba como una culebra infinita hacia el horizonte. “Vaya caló que hace este año, ¿verdad? El sol quema como un horno. Lo que daría por un poco de lluvia”, murmuró el taxista, lanzando una mirada al espejo retrovisor. Pero Ana, sentada en la parte trasera, permanecía en silencio, contemplando el paisaje por la ventana. “¡Vaya callo! Todos hablan sin parar, pero esta no ha abierto la boca en todo el viaje. ¿A quién vas a ver? No eres de por aquí, eso se nota. ¿Qué clase de pájaro eres?”, refunfuñó el conductor. Ana solo suspiró: “A casa”. Tras pagar con unos euros, bajó del coche. El taxi arrancó con un bufido, dejándola envuelta en una nube de polvo.
Ana caminó por las calles que recordaba de su infancia, pero todo le parecía ajeno. Quince años sin pisar aquel lugar. Allí estaba, su hogar, donde su madre la esperaba. En la penumbra, dos ventanas brillaban, y en una de ellas se distinguía una figura encorvada. “Dios mío, cómo ha envejecido…”, pensó Ana, con el corazón oprimido por una culpa tan pesada que parecía imposible de redimir. El pecho le ardía, las lágrimas la ahogaban. “Mamá… Mi mamá…”. Quiso correr hacia la puerta, tocar el timbre, arrodillarse y suplicar perdón. Pero las piernas le fallaron. “No puedo… Ahora no… Necesito sentarme…”, musitó, desplomándose en un banco cercano. Los recuerdos la inundaron como una tormenta, arrastrándola al pasado.
Su infancia había sido radiante, como aquel globo que su padre le regaló. A los cinco años, Ana adoraba su pelota roja y azul, y cuando esta reventó bajo las ruedas de un coche, cayó enferma de fiebre. Su madre, pediatra, la cuidó día y noche sin apartarse de su cama. A los trece, Ana, torpe y de piernas largas, sufría por el apodo de “Zancos”. “Mamá, ¿por qué no me crecen los pechos? Todos se ríen de mí”, se quejaba, aferrándose a ella. “Eres mi niña bonita, estás perfecta como eres”, la consolaba su madre, acariciándole el pelo.
A los diecisiete, Ana floreció: esbelta, con curvas, y comenzó sus estudios en la escuela de enfermería. Entonces llegó el amor. Martín, un estudiante de medicina mayor que ella, soñaba con ser cirujano. Vivía en casa de una anciana, alquilando una habitación. El amor surgió de inmediato. Martín la acompañaba a casa, le cogía la mano con timidez, la abrazaba. Ana solo respiraba por él. Un día, cuando sus padres viajaron a una boda, Ana convenció a Martín para quedarse en su casa. Tres días de felicidad, jurándose amor eterno. Planeaban casarse en cuanto Ana cumpliera la mayoría de edad.
Pero sus padres regresaron antes de lo esperado. Al ver a Martín, su padre, Javier López, enrojeció de furia. “Este es Martín, nos queremos. Si él se va, yo me voy con él”, declaró Ana con firmeza. “¡Fuera! ¡Los dos fuera!”, rugió su padre. Martín salió corriendo, y Ana tras él. Javier, ciego de ira, recorría la casa a pasos largos. Adoraba a su hija, pero su acto lo destrozaba. “¿Cómo ha podido deshonrarnos así? ¡Traer a un chico a casa mientras no estábamos!”, le gritaba a su esposa, Carmen. “¡La has malcriado! ¡Nunca la hiciste responsable de nada! ¡Es culpa tuya!”.
“No grites. ¿Para qué iba a lavar o cocinar ella? Yo estoy para eso. Traer a un chico no es el fin del mundo”, respondió Carmen en voz baja, conteniendo lágrimas. “¡Tonta!”, le espetó Javier, y la abofeteó. Carmen se encogió pero no cayó. “Tiene diecisiete años, los tiempos han cambiado”, susurró. “¡La vida es una sola! ¡Tú arruinaste a mi hija!”, gritó él. “¡Tú olvidaste que tenías una hija!”, replicó Carmen. Javier se quedó helado. “Sí, tengo una hija, Ana. Pero tú no. Su madre murió al darla a luz. Ana era frágil, una huérfana. Juré a mi esposa en su tumba que la criaría. Me casé contigo por ella. Tú, la pediatra que la cuidó en el hospital, te encariñaste. Vi cómo le tomaste cariño. Recuerdo cuando me propusiste matrimonio para poder cuidarla. ¡Pero no es la madre la que da a luz, sino la que cría!”.
Carmen sintió que el aire le faltaba. En la puerta estaba Ana, pálida como la muerte. “¿Así que no eres mi madre? ¿Y nunca me lo dijiste?”, dijo con voz monótona, acercándose a su padre. “Hola, papá. Mamá murió y tú metiste a esta en casa? ¡Estoy harta de los dos!”, gritó, y se encerró en su habitación. “Anita, te quiero como si fueras mía. ¡Perdóname!”, sollozaba Carmen mientras Ana hacía las malas. Cuando salió con la maleta, Carmen se arrodilló: “¡No te vayas, hija mía!”. Ana, gritando “¡Tú no eres nadie para mí!”, pisoteó sus manos, la empujó y partió, cerrando la puerta del pasado.
Ana y Martín se instalaron en su casa. No tenía intención de volver: el rencor hacia su padre y su madrastra le quemaba el alma. La anciana casera les contó que el día que Ana se fue, su padre sufrió un derrame cerebral y murió en el hospital. “El entierro es hoy. Ten compasión de tu madre, ve”, le aconsejó. “Mentiras. Quieren engañarme. Me echaron. ¡Ella fingió ser mi madre!”, respondió Ana. Pasaron dos meses sin ver a Carmen. Martín se graduó, Ana cumplió dieciocho, se casaron y se mudaron a su ciudad natal.
Martín trabajó como enfermero en urgencias; Ana, como auxiliar en un orfanato. Trece años después, Martín era cirujano, y Ana, enfermera. “No puedo abandonar a mis niños”, decía. Se amaban, pero algo les entristecía: Ana no podía tener hijos. Tras años de intentarlo, un milagro ocurrió, pero el bebé murió antes de nacer. Para salvarla, le extirparon el útero. Martín nunca la culpó, la amaba incondicionalmente. La arropaba cuando enfermaba, la besaba al marcharse, lloraba con ella.
Hace cuatro años, adoptaron a una recién nacida. Ana se enamoró al instante. Al escuchar el llanto de la pequeña, que llamaron Lucía, su corazón revivió. La abrazó y no pudo soltarla. Ahora Lucía tiene tres años: traviesa, alegre, adorada. Pero una noche, Ana soñó con su casa, las ventanas, la figura de una anciana. “¡Mamá!”, gritó, despertando bañada en sudor. Martín lo entendió. Cuando se marchaba a la estación, la abrazó: “Ve. Es mayor, te necesita”. “Tengo miedo de llegar y que ya no esté”, susurró Ana.
Allí estaba, su hogar. La figura de una mujer encorvada en la ventana. Ana, con pasos temblorosos, entró en el edificio. El piso de siempre, la puerta familiar. El corazón le golpeaba como un pájaro enjaulado. “Mamá, mi amor… ¿Solo nos separa esta puerta?”, musitó, tocando el timbre. Silencio.La puerta se abrió lentamente, revelando a una mujer frágil y sonriente que, al reconocer la voz de Ana, extendió sus brazos temblorosos y murmuró entre lágrimas: “Por fin, mi niña ha vuelto a casa”.