Diez días después: La casa quedó vacía

Diez días después: La casa quedó vacía

Al entrar en su pequeño piso de Valladolid tras el trabajo, Lucía se detuvo en el umbral. Algo no encajaba. Recorrió las habitaciones con el corazón apretado: faltaban las cosas de su marido—la ropa de verano, la maquinilla de afeitar, el cepillo de dientes. Se quedó plantada en medio del dormitorio, sintiendo cómo el llanto le quemaba los ojos. Lo había hecho. Se había ido, la había abandonado sin decir una palabra.

Hace unos meses, Lucía y Adrián soñaban con sus vacaciones. Él insistía en un resort extranjero, y ella, ilusionada, accedió. Ya se imaginaba paseando por la arena dorada bajo el rumor de las olas. Acordaron que cada uno pagaría su parte—en su matrimonio, las finanzas siempre fueron separadas. Lucía lo aceptaba, aunque a veces le dolía.

Pero hace poco gastó todos sus ahorros en una operación. Adrián lo sabía, y aún así le preguntó de dónde sacaría el dinero para el viaje. Sus palabras le cortaron como un cuchillo. Tragándose el orgullo, Lucía le pidió que le prestara la diferencia. Le prometió devolverlo con la prima del verano. Él solo se encogió de hombros, murmurando algo incomprensible mientras se sumergía en su portátil.

Adrián tenía una regla inquebrantable: no prestar dinero. Pero ¿acaso ella no era su esposa? ¿No merecía que hiciera una excepción? En familias normales estas cosas no pasaban, pero ellos… A veces Lucía tenía que rogarle hasta para comprar comida. Se sentía humillada, pero seguía esperando que cambiara.

Intentó hablar con él, pedirle ayuda, pero Adrián eludía el tema. Decía que las vacaciones seguían en pie, aunque sus palabras sonaban huecas. Lucía esperó, hizo planes, hasta que llegó su descanso laboral. Y él se fue. Solo. Sin ella.

Cuando entendió que Adrián había huido a la playa sin avisar, su mundo se desmoronó. No solo se marchó—la traicionó, eligiendo su dinero y comodidad por encima de su familia. La rabia la ahogaba mientras lloraba en ese piso sofocante lleno de recuerdos. Llamó a su madre y, entre sollozos, se lo contó.

—¿Cómo pudo hacerte esto, cariño?—la voz de su madre temblaba de indignación—. Tu padre y yo siempre compartimos todo. Ven a casa, ¿qué haces sola entre cuatro paredes?

Lucía aceptó. No soportaba quedarse en un lugar que olía a traición. Hizo las maletas y se fue al pueblo con su madre. Allí, entre paredes familiares, sintió calor por primera vez en mucho tiempo. A los días, su hermano Javier y su cuñada anunciaron que iban a la costa. Su cuñada, al ver su melancolía, le propuso:

—Lucía, ¡vente con nosotros! ¡Basta de pena!

La invitación, sencilla y sincera, la conmovió hasta las lágrimas. Entendió lo ajena que se había vuelto su vida con Adrián. Él nunca la valoró, nunca sacrificó nada por ellos. Vivía para sí mismo, y ella había creído, erróneamente, en su amor.

En la playa, Lucía respiró al fin. Riñó con sus sobrinos, caminó descalza por la orilla, y poco a poco el dolor se desvaneció. No había vuelta atrás. Adrián le mostró quién era, y ella ya no quería ser su sombra. De vuelta al pueblo, tomó una decisión. Recogió sus cosas del piso y dejó una nota en la cocina:

«Me voy. Me llevo mis cosas. Espero los papeles del divorcio. Ojalá hayas disfrutado del viaje».

Diez días después, Adrián regresó a Valladolid. Buscó las llaves en vano—por supuesto, se le habían perdido—hasta que una vecina compasiva le dio el repuesto. Entró, pero solo encontró silencio. Lucía no estaba. Sobre la mesa, la nota le golpeó palabra por palabra.

Se desplomó en una silla, arrugando el papel entre sus manos temblorosas. Comprendió lo que había hecho, pero era tarde. Lucía, a quien creía siempre a su sombra, se había marchado, dejando solo vacío. Eligió su dignidad, y él supo que no habría vuelta atrás.

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