La nuera repartía las cosas que su suegra había tejido con amor para sus nietos.
—¿Y qué tienen de malo estos calcetines? Son cálidos, bien hechos, de un color suave y acogedor. Pronto llegará el otoño, el frío, es el momento perfecto —le pregunté a Lucía, sosteniendo entre mis manos el par de calcetines de lana que acababa de entregarme.
—Pues el diseño es anticuado —respondió ella, apartándose un mechón de pelo—. Tengo un hijo, no se pondría algo así. Y mi suegra ya ha tejido tanto que los armarios están a punto de reventar, ni siquiera puede llevar todo.
—Bueno, dámelos —suspiré, guardando los calcetines junto al jersey que Lucía me había regalado por mi cumpleaños.
María Fernanda, la suegra de mi amiga, se había jubilado hace poco. Vivía en una casita en Salamanca y era una auténtica maga con las agujas. Sus creaciones eran maravillosas: gorros, jerseys, calcetines… todo salía tan perfecto que era imposible no admirarlo. Sin embargo, su obsesión por ahorrar a veces le jugaba malas pasadas.
María Fernanda deshacía jerseys viejos para tejer algo nuevo para los nietos. Esas prendas quedaban irregulares, con nudos y desgastes, y desde luego no seguían ninguna moda. Los colores tampoco los elegía con cuidado, usaba lo que tenía a mano. Por eso Lucía, su nuera, o los tiraba o los repartía entre conocidos sin siquiera abrirlos.
Pero para sus nietos, María Fernanda ponía todo su empeño. Gastaba sus ahorros en lana de calidad, pasaba horas trabajando, dejando en cada puntada amor y dedicación. Estos calcetines que Lucía me dio eran una obra de arte: suaves, cálidos, con un dibujo delicado. Los sostenía y notaba el cariño que esa abuela quería transmitir a su nieto.
Una tarde, miré por la ventana y me quedé quieta: el hijo del vecino corría con un gorro que Lucía había intentado colarme. Lo mismo había pasado con un chaleco y una bufanda: todo lo que María Fernanda tejía con ilusión acababa regalado, sin que su hijo lo probara siquiera. No entendía cómo podía hacerlo. Aquellas prendas no eran solo ropa, llevaban un pedazo del corazón de esa mujer, que solo quería hacer felices a sus nietos.
Los calcetines que Lucía me dio le quedaron perfectos a mi hija. Se los puse y ella, feliz, correteaba por la casa presumiendo de lo blanditos que eran. Yo habría comprado algo así sin dudarlo, pero ¿dónde se encuentra? Le sugerí a Lucía hablar con su suegra, explicarle qué cosas no le gustaban para que no perdiera el tiempo. Pero ella solo se encogió de hombros:
—Bah, ¿para qué? Es más fácil repartirlo que discutir con ella. Total, no lo entendería.
La miraba y sentía rabia, no por mí, sino por María Fernanda. Esa mujer, con sus manos cansadas y su corazón tierno, dedicaba horas a cada puntada pensando en su nieto. Y su esfuerzo acaba en la basura o en manos ajenas, sin que nadie le diera las gracias.
Lucía seguía quejándose de su suegra: que si se metía demasiado, que si daba consejos no pedidos. Pero yo solo veía indiferencia. María Fernanda no tejía solo por hacerlo: intentaba acercarse a su familia, a ese nieto que apenas veía una vez al mes. Y Lucía, en vez de valorar su esfuerzo, la apartaba como si fuera una mosca molesta.
Un día no pude más. Estábamos en su casa y empezó a repartir otro regalo de su suegra: una camiseta de lana para su hijo. La tomé en mis manos: lana suave, dibujo fino, costuras perfectas. Me imaginé a María Fernanda, sentada en su sillón gastado, contando cada punto para que todo quedara impecable. Y no me contuve:
—Lucía, ¿te das cuenta del trabajo que hay detrás de esto? Lo hace por tu hijo, ¡y tú ni siquiera lo miras!
Ella puso los ojos en blanco:
—Venga ya, ¿qué más da? Prefiero regalarlo que explicarle que no está de moda. Igual se ofende.
No dije nada, pero por dentro hervía. Me dolía por esa mujer, cuyo esfuerzo nadie valoraba. Me preguntaba qué sentiría al descubrir que sus regalos iban a parar a extraños. Quizá ya lo sospechaba, pero callaba para no pelearse con su hijo y su nuera.
Ahora me toca decidir: ¿aceptar lo que Lucía me ofrece o negarme? Si lo tomo, parecerá que apoyo su indiferencia. Si no, se enfadará y nuestra amistad se resquebrajará. Pero cada vez que le pongo esos calcetines a mi hija, me invade la culpa. El trabajo de María Fernanda merece respeto, no acabar olvidado en armarios ajenos.
¿Qué debería hacer?