—Mamá, hoy traeré a mi novia. Quiero que la conozcas. Hace tiempo que lo deseo, pero nunca se daba la ocasión. Su hija está ahora con la abuela, así que hoy es el día perfecto —dijo Jorge, dejando a su madre, Elena, sin palabras en su amplia casa de Sevilla.
Elena se quedó inmóvil, el corazón apretado por la inquietud. Jorge tenía solo veintiún años, ¿y ya hablaba de una novia con un hijo? No sabía nada de su vida sentimental, y aquella noticia la golpeó como un rayo en pleno día.
Había enviudado seis años atrás. Su marido, Javier, murió de repente, con solo cuarenta y tres años, cuando un coágulo le detuvo el corazón. Estaba lleno de vida, su amor parecía indestructible. Javier y Elena se conocían desde niños: estudiaron en la misma clase, soñaron juntos, rieron juntos. En la escuela primaria, él le tiraba de las trenzas; en la secundaria, le llevaba la cartera; y en el instituto se confesaron su amor. Se casaron a los dieciocho, incapaces de imaginarse separados.
Su matrimonio fue feliz. Se apoyaban mutuamente, estudiaron, trabajaron y construyeron un hogar acogedor. Cuando Jorge cumplió trece, empezaron a soñar con un segundo hijo, pero el destino quiso otra cosa. La muerte de Javier destrozó su mundo. Jorge, un adolescente de quince años, se encerró en sí mismo. Elena, apretando los dientes, hizo acopio de fuerzas para sostenerlo. Trabajó, lo crió y, al parecer, lo logró: Jorge creció, entró en la universidad. Ella respiró aliviada, pero, como descubriría, demasiado pronto.
—Mamá, te presento a Lucía. Mi novia —anunció Jorge al abrir la puerta.
A su lado estaba una mujer alta, de pelo rubio largo. Elegante, con un vestido a la moda y tacones, sonrió, pero Elena no pudo corresponder. Lucía era casi de su misma edad, unos quince años mayor que su hijo. Notó cómo todo se le encogía por dentro, pero reprimió sus emociones, la saludó con educación y las invitó a la mesa.
Durante la cena, Lucía habló de sí misma. Tenía treinta y nueve años, vivía de alquiler en Sevilla y venía de otra ciudad. Su hija, Marta, tenía cinco años y acudía a la guardería.
—Seguro que estás en shock —comenzó Lucía, mirando a Elena con intención—. Soy mucho mayor que Jorge. Pero la edad son solo números, ¿no? Cuando hay amor, eso no importa. Jorge y yo nos encontramos. Tú, como mujer, me entiendes, ¿verdad? —Sonrió coqueta, pero en sus ojos brilló un destello de desafío.
Elena asintió, pero las dudas la corroían. Cuando Lucía se marchó, Jorge, a solas con su madre, confesó:
—Mamá, eres la persona más importante para mí. Por favor, intenta entenderlo. Sí, Lucía es mayor, pero nos queremos. No es un simple romance, esto es serio. Y Marta, su niña, es encantadora. Mamá, ¿podrían quedarse a vivir aquí? Lucía no tiene casa propia, y aquí hay sitio de sobra. Si no quieres, lo entenderé.
Elena lo miró y sintió que el corazón se le partía. Quería protegerlo, advertirlo, pero en sus ojos vio tanta esperanza que no pudo negarse.
—Quédateos —susurró—. Lo importante, hijo, es que seas feliz.
—¡Gracias, mamá! ¡Se mudarán mañana! Sabía que eras la mejor —Jorge la abrazó con fuerza y salió corriendo a llamar a Lucía.
Elena, sola, marcó el número de su amiga Carmen. Esta escuchó la historia sin interrumpir, y luego sentenció:
—Elena, esto es sospechoso. El amor es complicado, pero piensa: esa mujer tiene una hija de quién sabe quién, no tiene vivienda, y tu hijo es un chico joven con una casa grande. Muy conveniente, ¿no? Hay casi veinte años de diferencia. Quizá solo busca acomodo. Ten cuidado, no vayas a dañar tu relación con Jorge.
Elena reflexionó. Decidió actuar con prudencia, observando a Lucía para entender sus intenciones. Al día siguiente, Lucía y Marta se mudaron. La niña resultó ser encantadora: al principio tímida, pero pronto se soltó, mostrando a Elena sus muñecas. Aunque ella no pudo evitar sonreír, la inquietud permaneció.
Por la noche, después de acostar a Marta, los adultos tomaron té. Elena vio a Jorge abrazar a Lucía y sintió un pinchazo de celos. En los ojos de Lucía leyó un triunfo: «Tu hijo es mío ahora, y no puedes hacer nada». Intentó apartar esos pensamientos, pero volvían como sombras oscuras.
A solas, se preguntó: ¿y si Lucía realmente amaba a Jorge? Quizá todo saldría bien. Pero las dudas le roían el alma. Esa noche soñó con Javier. Era como en su juventud—joven, con una sonrisa fácil. Le tendió un ramo de margaritas, sus flores favoritas. Ella alargó la mano, pero él se desvaneció. Despertó llorando, eran las tres de la madrugada. Aún extendía los brazos hacia la nada, llamando a su marido.
Entonces, la iluminación llegó. No debía interferir. Jorge era adulto, debía elegir por sí mismo. Si se equivocaba, sería él quien corrigiera sus errores. Elena secó las lágrimas y se acostó, murmurando: «Todo irá bien. Tiene que ir bien». Pero, en lo más hondo, temía que esa elección destruyera su familia.