Elena se movía nerviosa por su pequeño piso en Zaragoza, apretando el móvil, donde acababa de aparecer otro aviso de pago atrasado del crédito. El corazón le encogía de angustia: ¿cómo iba a mantener a su familia si su hija y su yerno se habían convertido en una carga pesada? Todo empezó cuando su hija mayor, Carmen, de 19 años, anunció que esperaba un bebé y se iba a casar.
Elena siempre había compartido sus preocupaciones con su compañera de trabajo, Marta, una mujer sabia y comprensiva. Marta había criado sola a sus dos hijas: Carmen, de 19 años, y Lucía, de 10. Hasta entonces, Marta no tenía quejas. Carmen estudiaba con dedicación en la universidad, y Lucía destacaba en el colegio. Ambas eran obedientes, ejemplares, y Marta se enorgullecía de ellas, a pesar de las dificultades de ser madre soltera.
Pero en el segundo año de carrera, Carmen conoció a su primer amor, Javier. El chico era de otra ciudad, pero Marta, al conocerlo, aprobó la relación. Parecía bondadoso, sincero, no un cualquiera. Pronto decidieron vivir juntos. Para ahorrar en alquiler, se mudaron con Marta. Ella no estaba de acuerdo con tanta prisa: su hija solo tenía 19 años, debería terminar la carrera y hacerse independiente. Pero no hubo alternativa.
Marta vivía en un piso de tres habitaciones, pero eran pequeñas, y ya de por sí faltaba espacio. La llegada de Javier, su futuro yerno, empeoró las cosas. Marta lo aceptó, pero pronto supo el verdadero motivo de tanta urgencia: Carmen confesó que estaba embarazada y que querían casarse. A Marta le faltó el aire. Su hija, que apenas empezaba a vivir, ya iba a ser madre.
Javier no trabajaba. Estudiaba a tiempo completo, igual que Carmen, y ninguno planeaba cambiar a estudios nocturnos. Aun así, la boda que organizaron era fastuosa, como de película. Escogieron uno de los restaurantes más caros de Zaragoza, invitaron a medio mundo, y Carmen encargó un vestido de diseñador, como si fuera a desfilar. Marta intentó protestar, explicando que no tenía ese dinero, pero Carmen, agarrándose la barriga, rompía a llorar:
—¿Mamá, en serio? ¿Le niegas esto a tu propio nieto?
Marta, conteniendo el enfado, lo pagó todo. Gastó sus ahorros, reservados para emergencias, y hasta pidió otro préstamo. Esperaba que, tras la boda, los jóvenes reaccionaran, buscaran trabajo y se independizaran. Pero sus esperanzas se derrumbaron como un castillo de naipes. Carmen y Javier siguieron viviendo con ella, sin intención de buscar ingresos.
Los padres de Javier les regalaron un coche de segunda mano. Ahora la pareja paseaba por la ciudad como si estuvieran de vacaciones, mientras los suegros pagaban la gasolina, conscientes de que su hijo no tenía un euro. Pero el resto—comida, facturas, ropa—recayó sobre Marta. Los jóvenes ni siquiera sabían cuánto valía una barra de pan. Cuando Marta intentaba hablar de gastos, Carmen ponía los ojos en blanco:
—Mamá, ¿en serio? ¿Qué dinero vamos a tener si estudiamos?
Carmen no quería renunciar a nada. Le mostró a su madre un catálogo con los modelos más caros de cuna y carrito. Marta, con su sueldo modesto, se quedó sin palabras.
—Carmen, ¡no tengo para eso! Tengo el préstamo de tu universidad, y Lucía necesita cosas.
—¿En serio? —estalló su hija—. ¿Vas a ser una abuela tacaña?
Marta sentía que la rabia la consumía. ¿Ellos decidieron tener un hijo y ahora ella tenía que mantenerlo? Trabajaba hasta el agotamiento, pero el dinero no alcanzaba. El préstamo pendiente, Lucía necesitando atención, y los jóvenes viviendo como en un cuento.
Un día, Marta estalló. Llegó tarde del trabajo—había tardado en comprar comida para todos—y encontró a Carmen y Javier riéndose mientras hojeaban una revista de artículos infantiles, eligiendo una cuna que costaba la mitad de su sueldo. Lucía dibujaba callada en un rincón, y la cocina estaba llena de platos sucios.
—¿Ahora también tengo que fregar vajilla? —rugió Marta, tirando las bolsas al suelo.
—Mamá, ¿qué te pasa? —preguntó Carmen, sorprendida—. ¡Estamos ocupados con el bebé!
—¿Vosotros esperáis un hijo y yo pago todo? —Marta temblaba de furia—. ¡Basta! O encontráis trabajo, o os buscas otro sitio.
Carmen se echó a llorar, Javier palideció, pero Marta no cedió. Les dio un mes para encontrar algo.
—Si no lo hacéis, os vais con los padres de Javier. Que ellos os mantengan.
Intentaron convencerla, pero Marta ya no caía en lágrimas. Amaba a su hija, pero entendió que, sin límites, acabarían con ella. Lucía, viendo su sufrimiento, la abrazó y susurró:
—Mamá, yo nunca haré esto.
Marta sonrió entre lágrimas. Por su hija pequeña, seguiría luchando. En cuanto a Carmen y Javier, les esperaba la cruda realidad. Marta ya no sería su salvavidas.
*A veces, el amor más duro es el que enseña a volar, aunque duela dejar ir.*