Carta de despedida: “Me he enamorado de otra

**Diario de Lucía**

Mi marido dejó una carta y se marchó: «Me he enamorado de otra».

—Tu madre llamó, tu hermano se está divorciando— solté durante la cena, clavando la mirada en Javier. Él seguía callado, absorto en su plato. —¿Por qué no dices nada? ¿Lo apoyas? ¡Está abandonando a sus tres hijos! Sentí el ardor del enfado brotando dentro de mí.

—Lucía, cálmate— Javier apartó el plato. —No va a abandonarlos. Si se separan, habrá sus motivos— Se levantó y salió de la cocina, dejándome muda. Su frialdad me atravesó el corazón. Al día siguiente, al volver del trabajo, encontré una carta sobre la mesa y me quedé helada, como si me hubiera caído un rayo.

Javier y yo llevábamos veintisiete años juntos en nuestro acogedor piso de Valencia. Y de pronto… el divorcio. ¿Cómo era posible? ¿Cómo dos personas que caminaron juntas tantos años podían separarse? ¿Y nuestra hija? No podía creer que nuestra vida se desmoronara.

Nos conocimos cuando yo, una joven estudiante de un pueblo pequeño, vine a estudiar a la universidad en Valencia. Después de los exámenes, salí a pasear con una amiga por la playa de la Malvarrosa. Unos chicos tocaban la guitarra en un banco, y a mí, que adoraba aquellas canciones, me detuve a escuchar. Fue allí donde Javier se acercó, sonriente, con una chispa en los ojos. Así comenzó nuestra historia.

Seguimos viéndonos a pesar de la distancia. Yo estudiaba a distancia, viajaba para los exámenes, y entre visita y visita nos escribíamos cartas—entonces no había móviles. El amor creció, y al año nos casamos en una boda sencilla. Vivíamos de alquiler. Yo trabajaba, estudiaba y cuidaba de la madre enferma de Javier. Los hijos tardaron en llegar—ocho años después nació Alicia. Para mí, fue un milagro.

La palabra «divorcio» sonaba a sentencia. El fin del mundo. No concebía la vida sin Javier. Era mi apoyo: alto, firme, un hombre para el que la familia siempre fue lo primero. No éramos la pareja perfecta—yo trabajaba mucho, la casa recaía sobre él—pero hasta hace poco, todo nos iba bien.

Todo cambió cuando el hermano de Javier anunció su divorcio, dejando a su mujer con tres niños. Entré en pánico: ¿y si él también tenía a alguien? «Años en la barba», pensaba, observándole durante la cena. Su silencio me aterraba.

—¿Apoyas a tu hermano?— estallé. —¡Está abandonando a sus hijos!

—Lucía, no empieces— cortó él. —Tendrán sus razones.

No me callé. Empecé a controlarlo: llamadas constantes, espiar sus conversaciones. Nunca había sido celosa, pero ahora cada suspiro me parecía sospechoso. Javier se distanció, y eso echaba más leña al fuego.

Este verano, Alicia se iba a estudiar a Madrid. La acompañé para reservarle un piso. Al partir, jamás imaginé que volvería a una casa vacía. Javier no fue a recogerme a la estación. No contestaba al teléfono. En la mesa, una carta. La abrí, y mi mundo se desmoronó.

«Lucía, no sé cómo empezar… He pedido el divorcio. Alicia ya es mayor, he esperado este momento. No lo notaste, pero cambié. Por ella aguanté tus reproches, llevé la casa mientras tú trabajabas sin parar. No tenemos nada en común, el amor se apagó. Somos extraños. Hace cuatro años conocí a otra mujer. Tenemos un hijo, de tres años. Me voy con ellos. Alicia no quedará desamparada, la ayudaré. El piso es vuestro. Perdóname, si puedes».

Caí al suelo. No lloré—solo vacío. Miré alrededor, pero nada me reconfortaba. Mi vida estaba hecha pedazos. ¿Cómo decírselo a mi hija? ¿Cómo seguir viviendo, sabiendo que llevaba cuatro años amando a otra, mientras él solo aguantaba, esperando el momento de marcharse?

Salí a la calle. Había llovido toda la semana, como reflejo de mi angustia, pero hoy hacía sol. En la entrada, vi a Sofía, mi vecina. Hace cinco años, tuvo un accidente con su marido. Él no sobrevivió, y ella quedó en silla de ruedas. Cada día la veía en el parque, sola, pero sonriente.

—Buenas tardes, Lucía— me dijo. —Hace un día precioso, ¿verdad? ¿Me ayudas a bajar?

En silencio, la ayudé. Ella sonrió y de pronto propuso: —¿Vamos a pasear juntas?— Asentí sin saber por qué. No éramos amigas, pero en ese instante necesitaba algo vivo cerca.

En el parque, nos sentamos bajo un olivo centenario. Al principio, calladas. Luego, Sofía empezó: —Cuando tuvimos el accidente, Andrés y yo soñábamos con hijos, con una casa en el campo. Todo se acabó en un instante. El otro conductor perdió el control. A Andrés no le dio tiempo… A mí me salvaron, pero al despertar pensé: «¿Para qué vivir?» La recuperación fue un infierno. No quería nada. Hasta que Andrés vino en un sueño: «Vive, Sofía. Disfruta cada día, cada rayo de sol, cada gota de lluvia. ¡Vive por mí!» Le hice caso. Encontré trabajo desde casa, quedé con amigos. Hace poco conocí a un hombre. Me invitó a salir. Temí que le asustara la silla, pero me aceptó tal como soy. Ahora estamos juntos, y la vida parece más luminosa.

—Perdona, me he enrollado— se disculpó. —¿Quieres que me vaya?

—No— susurré. —Me has ayudado. Hoy mi marido se fue… Creí que era el fin. Pero tienes razón: la vida no se detiene.

Ella sonrió: —Lo superarás. Al menos fue honesto al irse, en vez de seguir mintiendo. Todo irá bien.

Miré al horizonte. Junto a una terraza, el hombre de Sofía le hacía señas. Ella se apresuró hacia él, y yo murmuré: —Todo irá bien.

Ese encuentro me cambió. El divorcio duele, pero no es el final. La vida sigue, y estoy lista para recibirla con fuerzas renovadas.

Rate article
MagistrUm
Carta de despedida: “Me he enamorado de otra