Tengo 67 años, vivo sola y le pido a mis hijos que me lleven con ellos, pero se niegan. No sé cómo seguir adelante.
Aurora estaba sentada en su pequeño apartamento en Valladolid, mirando el viejo televisor que zumbaba en un rincón, pero no lograba llenar el silencio que inundaba su hogar. Sus manos, surcadas de arrugas, temblaban mientras sostenían el móvil, donde no había mensajes nuevos. Acababa de llamar a su hijo, Javier, y a su hija, Lucía, con la misma petición: “Llévenme con ustedes, esto es muy duro sola”. Pero sus respuestas, aunque educadas, fueron como un cuchillo en el corazón: “Mamá, no tenemos espacio”, “Mamá, ahora no es buen momento”. Aurora dejó el teléfono y lloró, sintiendo cómo la soledad la envolvía en su frío abrazo. A sus 67 años, no sabía qué hacer con su vida.
Su existencia había estado llena de sacrificios. Crió a Javier y Lucía sola después de que su marido muriera de un infarto cuando ellos tenían diez y ocho años. Trabajaba como costurera, pasando noches enteras frente a la máquina de coser para que tuvieran abrigos en invierno y libretas para el colegio. Renunció a todo —a vestidos nuevos, a viajes a la playa, a descansar— para que a ellos no les faltara nada. Javier se hizo abogado, Lucía maestra, y Aurora estaba orgullosa, como si sus triunfos fueran los suyos. Pero ahora, cuando sus fuerzas flaqueaban y su salud le fallaba, nadie parecía necesitarla.
No quería ser una carga. Intentaba valérselas sola: cocinaba sopas sencillas, iba a comprar a pesar del dolor en las rodillas, limpiaba su piso aunque las manos apenas le obedecían. Pero cada día era una batalla. Las escaleras hasta el tercer piso parecían una montaña, las bolsas de la compra pesaban como plomo y las noches se le hacían eternas. Temía caerse, enfermar, quedarse tirada en medio del salón sin que nadie escuchara su voz. Soñaba con vivir cerca de sus hijos, ver a sus nietos, sentirse parte de una familia. Pero sus ruegos solo encontraban excusas, y cada negativa confirmaba que su vida ya no importaba.
Javier vivía en Zaragoza con su mujer y sus dos niños. Cuando Aurora llamaba, él decía: “Mamá, no cabemos, los niños son un terremoto, estarías incómoda”. Detectaba su irritación y entendía: no quería complicaciones. Lucía, en Salamanca, era más dulce, pero sus palabras dolían igual: “Mamá, lo hablaremos, pero ahora con el trabajo es imposible”. Aurora imaginaba a sus hijos hablando de ella a sus espaldas, llamándola “un problema”, y se le partía el alma. No pedía lujos, solo un rincón donde no sentirse invisible. Pero hasta eso era demasiado.
Una tarde, tras otro rechazo, Aurora agaró papel y bolígrafo. Quería plasmar su dolor, pero al final escribió: “Os quiero, pero tengo miedo. Si no me necesitáis, decidlo de una vez”. Lo envió a ambos. La respuesta nunca llegó. El silencio fue peor que cualquier reproche. Aurora miraba las fotos de sus hijos en la pared y se preguntaba: “¿En qué me equivoqué?”. Recordaba cómo los abrazaba, les cantaba nanas, cómo lo dio todo por ellos. No entendía por qué su amor la había conducido a este vacío.
Los vecinos intentaban animarla. Doña Carmen, del bajo, le traía magdalenas recién hechas, y el chico del cuarto le ayudaba con las bolsas. Pero su bondad solo reforzaba la tristeza: extraños se preocupaban más que su propia sangre. Aurora empezó a ir al centro de mayores, donde cantaba en el coro y hacía punto. Allí reía, bromeaba, pero al volver a casa, el silencio volvía a golpearla. Sus nietos, a quienes veía una vez al año, crecían sin ella, y esa idea le dolía como una herida abierta. Soñaba con hacerles tortillas y contarles cuentos, pero seguía sola, contando los días.
Ahora intenta encontrar sentido en lo pequeño. Se apuntó a un taller de informática para aprender a hacer videollamadas, por si sus nietos querían verla. Cultiva geranios en el balcón, esperando que sus colores alegren su pena. Pero de noche, cuando el sueño no viene, llora y se pregunta: “¿Qué hice mal?”. Aún espera que Javier o Lucía cambien de opinión, que llamen y digan: “Mamá, ven”. Pero esa esperanza se desvanece día a día. Aurora no sabe cuánto tiempo le queda, pero desea vivirlo junto a los suyos. Mientras ellos callan, aprende a quererse a sí misma… por primera vez en 67 años.






