**Sorpresa Traicionera: El Plan Secreto de la Suegra**
Lucía aún dormía cuando un repentino timbrazo rompió la tranquilidad de la mañana en su piso de las afueras de Valencia.
“Javier, abre tú”, murmuró, empujando a su marido con el codo.
“Estoy durmiendo”, refunfuñó él, tapándose con la manta.
Lucía, suspirando, salió de la cama cálida y, arrastrando las zapatillas, fue hasta la puerta. Al abrir, se quedó helada: su suegra, Carmen, estaba allí.
“¿Carmen? ¿Qué haces aquí tan temprano?”, preguntó, con los ojos abiertos de sorpresa.
La suegra, sin dignarse a contestar, entró en el piso dejando atrás un intenso aroma a perfume.
“¿Lucía, quién era?”, preguntó Javier, frotándose los ojos mientras aparecía en el pasillo.
“¿No le has contado nada a tu mujer?”, dijo Carmen con una sonrisa burlona. “¡Venga, cuéntale nuestra sorpresa!”
“¿Qué sorpresa?”, Lucía giró bruscamente hacia Javier, sintiendo un nudo en el estómago. Sabía que le ocultaban algo, pero ni imaginaba el golpe que se avecinaba.
“¿Otra vez?”, Lucía miró a Javier con desesperación. “¡La semana pasada estuvimos ayudando a tu madre! Estoy agotada, Javier, ¿no podemos pasar este fin de semana en paz, solo nosotros dos?”
Su voz temblaba, pero Javier permaneció firme.
“Lucía, ya sabes que mamá está pasando por un mal momento. Desde que falleció mi padre, está sola. Soy su único hijo, tengo que ayudarla.”
“¿Y por qué ha venido ahora?”, preguntó Lucía, conteniéndose.
“Necesita papel pintado, en tono beige claro, y algunas cosas más para arreglar su casa.”
“¿Y no podías pedirlo por internet?”, replicó ella con esperanza.
“Ella no sabe usar esas cosas. Iremos este fin de semana, dará gusto pasear un poco.”
“¿Pasear por una ferretería? ¡Qué divertido!”, resopló Lucía, la rabia hirviendo dentro de ella.
Pero no quería arruinar el fin de semana. Cogió el móvil, pidió todo lo necesario con entrega a domicilio, eligió los materiales y los pagó ella misma. Así, Carmen solo tendría que recibirlo. Parecía que, por fin, no tendría excusa para aparecer en su piso. La entrega estaba programada para el viernes, y Lucía respiró aliviada, pensando que todo estaba bajo control.
Su sorpresa fue mayúscula cuando el sábado por la mañana Carmen apareció con bolsas llenas de papel pintado y botes de pintura.
“¿Qué, pensabas que iba a cargar con todo esto sola?”, dijo Carmen con una mirada heladora. “Javier, ¿no le dijiste nada?”
“Carmen, esto tenía que ser una sorpresa”, tartamudeó Lucía, aún en pijama.
“Pues ya la has descubierto”, dijo su suegra, mirando a su hijo. “¿No vas a contarle lo del plan?”
“¿Qué plan?”, la voz de Lucía tembló. Sentía que algo terrible se avecinaba.
“Me quedaré con vosotros unos meses”, anunció Carmen con una sonrisa triunfal mientras se quitaba el abrigo.
Lucía no tuvo tiempo de asimilarlo cuando su suegra añadió:
“Y vosotros os venís a mi casa de pueblo.”
Carmen se dirigió majestuosamente a la cocina, mientras Lucía agarraba a Javier del brazo, susurrando furiosa:
“¿Qué estás diciendo? ¿Qué clase de plan es este? ¡No lo hemos hablado!”
“Perdona, no tuve tiempo”, él se encogió de hombros como si fuera algo sin importancia. “Mi madre lo propuso. Tranquila, no es para mañana.”
Lucía, conteniendo la ira, se encerró en la habitación. No quería discutir delante de su suegra, pero por dentro hervía. Más tarde, Javier le explicó.
“Lucía, piénsalo bien. ¡Es una oportunidad! Haremos la reforma en la casa del pueblo como tú quieras. Sumará a tu portafolio, ¡los clientes llegarán solos! Mientras trabajamos, viviremos allí. Mi madre no debe respirar el polvo de las obras, y alguien tiene que supervisar.”
“¿Y esa alguien tengo que ser yo?”, exhaló Lucía, indignada.
“¿Qué tiene de malo? Necesitas trabajo, ¡mamá y yo nos preocupamos por ti!”
“¿Preocuparse? ¿Mandarme al medio del campo, lejos de todo? ¡No quiero! ¡Me gusta nuestro piso!”
“No iremos todavía”, dijo Javier, minimizando el asunto. “Ya pediste el papel pintado, empezaremos por una habitación para que mamá esté cómoda.”
“¿Y el polvo de las obras?”, ironizó Lucía.
“Abrimos la ventana, no se dará cuenta. Además, no estamos para poner condiciones. El piso es suyo, y la casa es mía en los papeles.”
“¡El piso es suyo porque no reclamaste tu herencia!”, estalló Lucía.
“¡No metas tus narices en esto!”, cortó Javier. “Mi madre y yo lo hablamos. Soy su único heredero, así que todo terminará siendo nuestro.”
“Si el piso estuviera a tu nombre, tu madre no nos echaría al pueblo. ¡Pero por tu dejadez, tendremos que vivir allí!”
Carmen, que escuchaba tras la puerta, no pudo contenerse. La abrió de golpe.
“¡Cállate ya!”, gritó. “¡Viniste a esta familia con las manos vacías y ahora exiges derechos?”
“¿Con las manos vacías?”, la voz de Lucía se quebró.
“¡Claro! Sin mi hijo, no serías nadie. ¡Y encima te atreves a exigir!”
“Es justo”, insistió Lucía. “Le dejaste sin nada. ¿Y si te vuelves a casar?”
“¿Yo? ¿Casarme?”, Carmen soltó una risotada, halagada por el comentario. “Bueno, haced la reforma y firmaré el piso a nombre de Javier. Pero la casa es mía. ¿Contenta?”
Lucía respiró aliviada. Javier, aunque molesto por la pelea con su madre, fingió una sonrisa.
“Me da pena por mamá…”, murmuró luego en el coche.
Una semana después, terminaron la reforma en el piso y se mudaron al pueblo.
“Ella siempre ha sido buena con nosotros, y nosotros…”, lamentó Javier.
“Y nosotros solo reclamamos lo nuestro”, respondió Lucía con firmeza. “Cuando terminemos, el piso será nuestro. ¿Te imaginas?”
La casa del pueblo los recibió con paredes descascaradas, suelos que crujían y montañas de trabajo por hacer. La cifra del presupuesto los asustó.
“No pasa nada, pediremos un crédito”, razonó Javier. “Pero al menos tendremos el piso.”
Lucía, a regañadientes, aceptó. Se entregó a la tarea con entusiasmo, supervisando cada detalle. Poco a poco, la casa fue transformándose, y para su sorpresa, empezó a encariñarse con el lugar.
“Podríamos poner un jardín aquí”, soñaba. “O al menos un pequeño rosal.”
Empezó a cuidar el exterior, aunque no era lo planeado. Por las noches, le contaba emocionada a Javier cada avance.
“Aquí plantaremos claveles, ya he encargado las semillas.”
“Lucía, esto se va de presupuesto”, frunció él el ceño. “Cuando mi madre se mude, ella lo gestionará.”
La frase le dolió. Había puesto su corazón en esa casa, ¿y ahora él hablaba del regreso de su madre?
“Javier, ¿y si nos quedamos aquí?”, propuso tímidamente. “Me gusta. La casa es tuya, no hay que cambiar nada.”
“¿Y el piso?”, preguntó él, sorprendido.
“Allí todo es pequeño, sofocante. ¡Lucía abrazó a Javier con fuerza, sabiendo que, pese a todo, al fin habían encontrado un hogar que era solo suyo.