Descubrí la verdadera vida a los 48 años después de ser una sirvienta para mis hijos.

Elena estaba sentada en el viejo sofá de su piso en Barcelona, mirando los empapelados descoloridos que llevaban veinte años sin cambiar. Sus manos, marcadas por años de lavar, cocinar y limpiar, descansaban inútiles sobre sus rodillas. Madre de tres hijos y esposa que siempre puso la familia por delante, a los 48 años se dio cuenta de algo: no había sido ni madre ni esposa, sino una criada. Una sirvienta en su propia casa, donde sus deseos y sueños se habían desvanecido entre tuppers y coladas.

Sus hijos —Alejandro, Lucía y Sofía— eran el centro de su universo. Desde que nacieron, Elena olvidó qué era pensar en sí misma. Se levantaba a las cinco para hacer el desayuno, los vestía para el cole, revisaba deberes, lavaba su ropa mientras sus propios vestidos se llenaban de polvo. Cuando Alejandro enfermó de pequeño, pasó noches en vela a su lado. Cuando Lucía quiso apuntarse a flamenco, Elena recortó hasta en el café con leche para pagarlo. Cuando Sofía deseó un móvil nuevo, buscó trabajos extra sin quejarse. Nunca preguntó qué quería ella. Su papel, creía, era dar hasta el último euro.

Su marido, Javier, no ayudaba. Llegaba del trabajo, se plantaba ante la tele y esperaba la cena como si fuera ley divina. «Eres la madre, es tu obligación», soltaba cuando ella osaba mencionar su cansancio. Ella tragaba saliva y seguía, como un hámster en su rueda. Sus hijos crecieron, pero las exigencias no paraban. «Mamá, hazme algo rico», «Mamá, lávame los vaqueros», «Mamá, dame veinte euros». Elena obedecía, automática, sin ver cómo su vida se le escapaba.

A los cuarenta y ocho, se sentía un fantasma. El espejo le devolvía ojos fatigados, canas sin tintar y manos ásperas. Su amiga Carmen una vez le soltó: «Elena, vives por los demás. ¿Y tú dónde estás?». Le dolió, pero lo ignoró. ¿Acaso podía ser de otra forma? Era madre, esposa, su deber era cuidar. Pero algo en su interior empezó a arder: una chispita que lo cambiaría todo.

El punto de inflexión llegó cuando Lucía, ya adulta, le espetó: «¡Mamá, has vuelto a estropear mi ropa en la lavadora!». Elena, que había pasado la noche planchando, se quedó helada. Algo se rompió. Miró a su hija, la montaña de trastos en el salón, los platos sucios en la cocina, y supo que no podía más. Esa noche no cocinó. Por primera vez en veinte años, se encerró en su habitación y lloró. No de rabia, sino al darse cuenta de que la vida le había pasado de largo.

Al día siguiente, hizo lo impensable: fue a la peluquería. Mientras el estilista cortaba su melena apagada, sintió que con cada tijeretazo se liberaba del peso del pasado. Se compró un vestido —el primero en una década— sin pensar en agradar a Javier o a los niños. Se apuntó a clases de pintura, un sueño de juventud enterrado por la familia. Cada pequeño paso era como respirar tras años bajo el agua.

Los hijos se escandalizaron. «Mamá, ¿ya no vas a cocinar?», preguntó Alejandro, perdido sin su esclava particular. «Cocinaré, pero no siempre. Aprended», respondió Elena, con voz temblorosa pero firme. Javier refunfuñó, pero ella ya no temía sus enfados. Empezó a decir «no», y esa palabra la salvó. No dejó de quererlos, pero por primera vez, se puso en primer lugar.

Ahora, un año después, Elena ve el mundo distinto. Pinta cuadros que vende en mercadillos. Ríe más que llora. Su piso en Barcelona ya no es el trastero de nadie: huele a café recién hecho y óleos. Los hijos ayudan —a regañadientes—. Javier sigue gruñendo, pero ella sabe que si no acepta su nueva vida, se irá. Ya no es una criada. Es una mujer que, a los 48, por fin se encontró a sí misma.

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Descubrí la verdadera vida a los 48 años después de ser una sirvienta para mis hijos.