Hace poco cumplí sesenta años. Jubilación, piernas que ya no responden, cansancio de la vida y de la gente… lo típico en mujeres que lo cargaron todo a sus espaldas, sin ayuda, sin un hombro masculino. En mis mejores años fui peluquera, un oficio nada fácil, sobre todo estando de pie todo el día y con una sonrisa pegada. Ahora la salud ya no es la misma, trabajo poco, casi solo para conocidas.
Mi marido lleva mucho tiempo fuera de mi vida. Nos divorciamos casi justo después de que naciera nuestro hijo. Mi ex resultó ser un holgazán inútil, que solo sabía fumar en casa y beber con sus amigos. Trabajar le parecía “cosa de gente superior”, pero vivir a mi costa se le daba de maravilla. Me fui de su lado sin remordimientos, respiré aliviada. Desde entonces, todo lo hice sola. Crié a mi hijo sin ayuda.
Lo eduqué como pude. Intenté ser madre y padre a la vez. Sí, cometí errores, porque el tiempo para charlas profundas escaseaba. Trabajaba hasta caer rendida. Cuando se fue al servicio militar, por primera vez pensé: “Quizá ahora su vida tome otro rumbo”.
Luego regresó. Y trajo a casa a una chica: modesta, cálida, siempre sonriente. Marina. A los pocos meses, boda. La recibí con alegría, incluso les dejé vivir en mi casa al principio. Nos hicimos amigas, de verdad. Nunca discutimos. Cocinábamos juntas, veíamos películas por las noches, hablábamos de todo, desde recetas hasta libros. Con ella me sentía en paz, como si hubiera ganado una hija.
Después se mudaron. Tuvieron un hijo, mi primer nieto. Marina no quiso depender de nadie y volvió a trabajar. Mi hijo encontró un buen empleo y luego montó su propio negocio. Yo me alegraba: todo iba bien.
Cuando necesité una operación, Marina, sin decir nada, me llevó a una clínica privada y lo pagó todo. Ni un reproche. Simplemente, me ayudó. Nunca lo olvidaré.
Y entonces, tras nueve años de matrimonio, se separaron. Andrés, mi hijo, se marchó. Hizo las maletas y se fue. Dijo que estaba enamorado de otra. Marina luchó por salvar el matrimonio, pero él fue como el hielo. Más tarde me confesó que llevaba dos años con otra. No podía creerlo.
La primera vez que vino con su nueva novia, me quedé helada. Vulgaridad, modales de mercadillo, palabras entrecortadas por tacos, labios hinchados como globos, mirada vacía. Intenté hablar con él en calma: “¿Estás seguro de que esta es la mujer con la que quieres pasar tu vida?”. Se encogió de hombros. No piensan casarse, porque a su nueva pareja “no le gustan las celebraciones”.
No le contesté. Ya no tiene dieciocho años, sus decisiones son suyas. Pero algo dentro de mí se rompió. Con Marina seguí hablando. Venía a verme con mi nieto, me llamaba, me traía sopas y frutas, como antes. Seguimos unidas. Pero con mi hijo… todo murió. Como si lo hubieran borrado de mi vida. O como si él mismo se hubiera borrado.
En navidades dejé de esperar a Andrés. Sabía que no vendría solo, y yo no quería ver a esa mujer en mi casa. No quería oírla gritar por teléfono sentada a mi mesa. No quería que mi nieto escuchara cómo habla.
Así que en Nochebuena, en Semana Santa, en mi cumpleaños… viene Marina. Con mi nieto. Ponemos la mesa, tomamos café, recordamos viejos tiempos. Reímos. Y me siento en paz. No tengo por qué aceptar en mi vida lo que me hace daño. Aun cuando sea la elección de mi hijo.
Hace poco Andrés llamó, quería visitarme. Le dije que no. Fui clara: “Contigo no. Si vienes solo, adelante. Pero no vendrás solo”. Colgó. Desde entonces, silencio.
Y no me duele. He tenido una vida dura. Y sé quién estuvo a mi lado cuando más lo necesité. Y no traicionaré a quien nunca me traicionó.
Celebro las fiestas con mi exnuera. Porque se ha hecho más familia que mi propio hijo. Y no, no me avergüenzo.
Al final, la lealtad y el cariño verdadero no entienden de lazos de sangre. A veces, la familia se elige.