Volvían a estar sentados en aquel mismo café diminuto en la esquina del barrio antiguo — Marina y Alejandro.
Ella, una mujer alta y refinada, con mechos oscuros y rebeldes que nunca obedecían, escapándose de las horquillas como si quisieran recordarle que estaba viva, auténtica.
Él, un hombre fuerte, con ojos cansados pero cálidos, arrugas suaves en las comisuras de quien ríe sin reservas. Las canas asomaban en sus sienes, dándole un aire distinguido.
Se miraban frente a frente, como si el tiempo se hubiera detenido. Él removía con cuidado el azúcar en su taza de café, sabiendo que necesitaba exactamente dos cucharadas. Ella, como siempre, enrollaba nerviosamente una servilleta entre sus dedos, formando un cilindro apretado.
Parecían tan naturales juntos, como si jamás se hubieran separado. Pero yo sabía que tras esas miradas había una vida entera de decisiones, dolor, dudas y… amor.
—Marina, ¿cómo os conocisteis? —pregunté una vez, incapaz de contenerme.
Ella miró a Alejandro, como pidiendo permiso. Él asintió.
—Yo trabajaba en un banco —comenzó ella, bajando la vista—. Todo era nuevo, aterrador… Y él… —sonrió con ironía.
—Yo era el jefe de departamento engreído —intervino él, burlándose de sí mismo.
Marina movió la cabeza:
—Era insoportable. Todas las chicas del departamento enmudecían cuando entraba. Traje caro, postura, mirada… Pero solo me miraba a mí.
—Llevabas un traje azul y tenías un hoyuelo en la mejilla —añadió él, suavemente—. Reías de un modo que iluminabas la habitación.
Marina sonrió y sin querer se tocó la mejilla.
—Luego… me invitó a cenar. Se emborrachó. Y me confesó que estaba casado.
El silencio fue pesado. El recuerdo cayó como una losa. Alejandro apretó la taza. Marina miraba hacia el pasado.
—Lo decidí al instante: no habría futuro. No quería ser “la otra”. Pero él no se rindió. Flores, libros, viajes… Gracias a él fui por primera vez al teatro, a la ópera… Viví.
—¿Por qué no funcionó? —pregunté con cuidado.
—Él propuso divorciarse. Yo dije que no. Por miedo. Temía que se arrepintiera, que yo no fuera quien él creía, que su familia me rechazara. Me asustó el amor.
—Yo no estaba preparado para romperlo todo. Hijos, rutina… Me asustó la responsabilidad —añadió Alejandro.
Marina respiró hondo.
—Luego conocí a otro. Todo fue rápido: propuesta, boda… Huí. Ni siquiera me despedí.
—Te habría pedido que te quedaras —susurró él—. Pero no entonces. Lo entendí demasiado tarde.
—Años después, nos encontramos aquí, por casualidad. Yo ya me divorciaba, y él dijo que estaba feliz por mí. Mentí, y él lo supo.
Alejandro rozó su mano.
—Siempre levantas los hombros cuando mientes —murmuró.
Callaron. Mirada frente a mirada. Ahí estaba todo: lo vivido, lo no dicho, lo dejado atrás.
—Ahora somos amigos —sonrió Marina—. O casi.
—Simplemente sabemos amar. A nuestra manera. Sin exigencias ni promesas —dijo él.
Y pensé: el milagro no es encontrarse, sino no perder el calor dentro de uno, aunque las cosas no salgan. Poder guardar a alguien en tu vida, a pesar de todo.
Un milagro cotidiano. Pero, al fin y al cabo, el más auténtico.







