Lo más cerca que se puede estar
—Qué pena que Ana María no haya venido otra vez —susurró Lucía a su marido, mientras su nieto de tres años, Pablo, soplaba con determinación las velas del pastel de cumpleaños—. No ha conocido a su bisnieto… qué triste.
—Si no quiere, pues no —respondió bruscamente Javier—. Le escribí hace dos semanas. ¿Cuántas veces hay que llamarla?
—Quizá podríamos haberle llamado… para recordárselo. Ya no es joven…
—Lucía, basta. Ella no olvida lo que de verdad le importa. Si en tres años ni siquiera ha intentado ver a su nieto, es que no le interesa. Tiene teléfono y nuestra dirección. Su orgullo va por delante de todo.
Lucía guardó silencio. Cinco años después, el rencor seguía vivo, como una herida reciente. Tonta, insistente, persistente. Y en el fondo, nadie era realmente culpable. Y sin embargo…
Javier conoció a Lucía en la boda de un amigo. Ella no estaba sola, sino con un hombre que atraía todas las miradas: alto, imponente, seguro de sí mismo. Un «alfa», como se dice. Javier no se atrevió a acercarse. Más tarde, supo que ese hombre había abandonado a Lucía, dejándola sola con su hija pequeña. Organizó un «encuentro casual» a través de un conocido y comenzó a cortejarla, con paciencia y dedicación. Se casaron cuando Adriana, la niña, no tenía ni un año.
Ana María, su madre, aceptó a su nuera con frialdad. Ni alegría ni interferencias. Pensó que todo terminaría —una hija ajena, una esposa mayor…—. Pero Javier era feliz. Y por él, decidió guardarse sus dudas.
Solo una vez dijo en voz alta lo que pensaba. Cuando Javier decidió adoptar legalmente a Adriana, su madre lo llamó para «hablar en serio».
—¿Para qué quieres una hija que no es tuya? ¿No entiendes que no es tu obligación?
—Mamá, Adriana no es ajena para mí. Me llama «papá». Nunca ha tenido otro padre.
—¡Pero tiene uno biológico! Aunque lo niegues, eso no cambia.
—¿Qué importa quién la trajo al mundo, si yo estoy con ella desde el principio?
—¡Importa! ¿Y si te divorcias de Lucía? ¿Pagarás una pensión por una niña que legalmente no es tu responsabilidad?
—¡Mamá! ¿De verdad crees que nos divorciaremos?
—Solo quiero que pienses en tus hijos futuros. En los de verdad.
—¿Y si no los tengo? ¿Entonces?
—¡Los tendrás! Debes dejarles todo a tus hijos de sangre, no a una niña que no es tuya.
Javier se levantó.
—Basta. Si esperas que abandone a Lucía y a Adriana, te equivocas. Las quiero. Y Adriana será tu nieta, te guste o no.
Siete años después nació Pablo. Para Ana María, él se convirtió en el centro del universo. Lo cuidaba, lo mimaba, lo adoraba. Adriana quedó en segundo plano. Lucía no decía nada, evitando conflictos. Pablo y su abuela eran muy unidos. Incluso se quedaba con él cuando viajaban. Adriana, lista como era, lo notó.
—¿Por qué la abuela no pasa tanto tiempo conmigo?
—Solo que soñaba desde hace años con un nieto —explicaba Lucía—. Pablo se parece a tu papá de pequeño.
Adriana creció, pero a los catorce años sospechó algo. Una tarde llegó a casa y preguntó sin rodeos:
—Mamá, dime la verdad… ¿Javier no es mi padre biológico?
—No…
—Lo intuía. Pero ¿qué más da? Él es mi padre. El de verdad.
Todos respiraron aliviados.
Pero cuando Pablo cumplió dieciséis, en la cena de celebración, su abuela alzó la copa y dijo:
—Pablo, ya es hora de que busques novia. Cuando la encuentres, te regalaré un piso. ¡Quiero disfrutar de mis bisnietos!
El chico sonrió:
—Abuela, ¡es muy pronto! Mejor dáselo a Adriana, ella te dará bisnietos enseguida.
Ana María se quedó quieta. Luego, con calma:
—Pero no sois hermanos de sangre. Ella tiene otro padre.
El silencio se apoderó de la mesa. Pablo palideció. Miró a sus padres. Se levantó:
—Vámonos. La fiesta se acabó.
Los invitados se fueron. Lucía gritó a su suegra como nunca antes.
—¿Por qué? ¿Por qué ahora? ¿Qué pretendías?
—No quería irme sin que supiera la verdad.
—¿Y eso ayuda a alguien?
Ana María calló.
Desde entonces, Pablo no llamó a su abuela. Comprendió: sus padres habían actuado por amor. Su abuela, en cambio, había usado el cariño para marcar diferencias. Entendió que la familia no siempre es la sangre. Y cortó el contacto.
Adriana se casó. Su abuela ignoró las fotos de la boda. Ni una palabra cuando nació su bisnieta. Javier intentó llamar, pero solo hubo silencio. Ella se aferró a su idea: solo la sangre importa.
Hasta que Pablo, a los dieciocho, anunció que se casaba. Sus padres se sorprendieron:
—¡Es muy joven!
—La abuela quería bisnietos —dijo él, encogiéndose de hombros—. Al parecer, no tanto.
Entonces, Ana María se ofendió. Esperó disculpas. Ni siquiera fue al nacimiento de su bisnieto.
En primavera, Lucía enfermó gravemente. Cuando mejoraba, recibieron una llamada:
—Ana María está en el hospital. Se ha roto la cadera.
Lucía guardó silencio. Luego dijo brevemente: «Díganle… que iré.»
Tres días después, llegó a la habitación con una bolsa de dulces. Su suegra miraba por la ventana.
—Le traje turrón. Le gustaba…
Silencio.
—Os echamos de menos.
La anciana, sin girarse:
—¿Pablo sigue enfadado?
—Ya no. Quiere que volvamos a ser una familia.
La llevaron a casa con ellos. Todos la cuidaron. Al principio poco, luego cada día. Nadie mencionó el pasado. Hasta que una vez, su bisnieto le alcanzó una taza, diciendo:
—Toma, aquí nadan dinosaurios.
Y entonces, Ana María lloró. Tarde, pero por fin, de felicidad.
A veces, el amor verdadero llega cuando dejamos atrás el orgullo.






