**Diario de un Corazón Roto**
Era una tarde gélida de enero, cuando el viento arrancaba las últimas hojas de esperanza de los árboles. Carmen estaba sentada junto a la ventana, apretando entre sus dedos una hoja de papel. Una simple nota, escrita con la letra desgarbada de un hombre, marcaba el final. Cinco años de matrimonio se desvanecían en aquellas líneas. Alejandro se había ido. Había empacado sus cosas y desaparecido sin dar una explicación clara. Solo dijo: “Nuestros caminos ya no van juntos”.
Carmen no lo entendía. Todo había ido bien. Habían ahorrado juntos para un piso, se apoyaban mutuamente, compartían las penas y las alegrías. Ella lo había amado de verdad. ¿Y él? Simplemente se esfumó, dejando a su paso un vacío que dolía como una herida abierta.
Lloró toda la noche. Pero a la mañana siguiente, con los dientes apretados, fue a trabajar. Y ahí, sobre su mesa, había flores. Un detalle insignificante, pero suficiente para que su corazón diera un vuelco. “¿De quién son?”, preguntó. “De Javier, el informático”, contestaron sus compañeras entre risitas. Carmen se sorprendió. No se había dado cuenta de cómo, cada mañana, él le llevaba un café, o de las chocolatinas que dejaba en su escritorio con pequeños mensajes. Ahora eran flores. Las tiró a la basura enseguida. Era demasiado pronto.
Pero las cosas cambiaron. Javier demostró ser persistente y amable. No presionaba, no exigía nada, solo estaba ahí. Ocho meses después, la invitó a conocer a sus padres. Carmen estaba nerviosa. “¿Qué pensará tu madre de mí? Acabo de divorciarme…”, preguntó. “Mi madre es buena gente, no te preocupes”, la tranquilizó Javier.
Y, en efecto, al principio, la madre de Javier, Doña Isabel, pareció acogedora y educada. La cena fue perfecta. Carmen respiró aliviada. Cuando Javier le propuso matrimonio dos meses después, aceptó sin dudar. Por fin creyó que podía ser feliz de nuevo.
Pero una semana antes de la boda, Doña Isabel llamó a Carmen y le pidió que quedaran cerca de su trabajo.
— Sin que lo sepa Javier — insistió.
Carmen salió y la encontró junto a su coche, con un sobre en las manos. “Quizá quiere hablar de los últimos detalles de la boda”, pensó. Pero no fue así.
— Escucha, cariño, has enredado a mi hijo demasiado rápido — comenzó Doña Isabel con voz serena pero helada.
— Perdone, pero ¿no fue él quien me pidió matrimonio? — se defendió Carmen, desconcertada.
— No sé qué habrás inventado, pero no pienso entregarte a mi hijo. Retírate por las buenas. No quiero verlo sufrir — concluyó antes de marcharse.
Carmen se quedó paralizada. Al día siguiente, recibió una llamada inesperada… de Alejandro.
— Tenemos que hablar — dijo.
Quedaron. La conversación fue superficial. Él parecía tranquilo, incluso le sonrió. Antes de irse, la besó en la mejilla. “¿Qué ha sido eso?”, se preguntó Carmen. No había respuesta.
Esa noche, al llegar a casa, Javier la esperaba.
— Hola — la saludó, dándole un beso en la frente.
— Pareces tenso… — notó Carmen, inquieta.
— Ven — la guió hasta la cocina. Allí, dejando su móvil sobre la mesa, le dijo: — Mira esto.
En la pantalla había una foto. Ella y Alejandro, abrazados. En el momento de su despedida. La imagen estaba tomada a escondidas.
— Esto es cosa de tu madre… — Carmen estaba al borde del llanto.
— Sí. Ella me la envió. Pero tú estás ahí. Le permitiste acercarse. No puedo ignorarlo — dijo Javier con frialdad.
— ¿No me crees? — sus ojos se llenaron de lágrimas.
— No sé en qué creer. Vamos a posponer la boda. Me voy — anunció, cogió su maleta y se marchó.
Carmen se quedó sola. Otra vez. Como si la vida le jugase una mala pasada cada vez que se atrevía a confiar, a amar, a esperar. Se sentó en la cocina, repasando las palabras de Javier, las de Doña Isabel, la mirada de Alejandro, aquella foto.
“¿Será que estoy maldita? ¿O simplemente no merezco ser feliz?”, pensó, mirando la oscuridad tras la ventana.
Y afuera, el viento seguía azotando, implacable.
**Reflexión final:**
A veces, el mayor dolor no viene del amor que se pierde, sino de las manos que nos empujan hacia atrás cuando ya creíamos alcanzar la luz. Pero no hay mal que cien años dure, ni corazón que no aprenda a sanar.