Una tarde de enero, con el viento arrancando las últimas hojas de los árboles como si fueran esperanzas rotas, Lucía estaba sentada junto a la ventana, apretando entre sus manos una hoja de papel. Una simple nota escrita con letra masculina ponía fin a todo. Cinco años de matrimonio se desvanecieron en aquellas líneas. Javier se había ido. Simplemente recogió sus cosas y desapareció, sin dar una explicación clara. Solo dijo una cosa: “Nuestros caminos ya no coinciden”.
Lucía no lo entendía. Todo había ido bien. Habían ahorrado juntos para un piso, se apoyaban mutuamente, compartían las alegrías y las penas. Ella amaba a Javier de verdad. ¿Y él? Se esfumó, dejando a su paso un vacío y un dolor que no se iba.
Lloró toda la noche. Pero a la mañana siguiente, apretando los dientes, fue a trabajar. Y allí, sobre su mesa, había flores. Una tontería, pero le pinchó el corazón. “¿De quién?”, preguntó. “De Álvaro, el informático”, le respondieron sus compañeras, riendo entre dientes. Lucía se sorprendió. Nunca se había fijado en que él le traía café cada mañana, ni en los chocolates que dejaba con notas cariñosas. Y ahora, flores. Las tiró a la basura sin pensarlo. Demasiado pronto.
Pero las cosas cambiaron. Álvaro era persistente, pero amable. No presionaba, no exigía, simplemente estaba ahí. Ocho meses después, la invitó a conocer a sus padres. Lucía estaba nerviosa. “¿Qué pensará tu madre de mí? Acabo de divorciarme…”, le dijo. “Mi madre es buena gente, no te preocupes”, la tranquilizó él.
Y, al principio, así parecía. La madre de Álvaro, Carmen, fue amable y acogedora. La cena fue perfecta. Lucía respiró aliviada. Cuando Álvaro le propuso matrimonio dos meses después, ella aceptó feliz. Por fin creyó que podía ser feliz de nuevo.
Pero una semana antes de la boda, Carmen llamó a Lucía y le pidió que saliera del trabajo.
—No le digas nada a Álvaro —insistió.
Lucía salió. Carmen estaba junto al coche con un sobre en la mano. “Seguramente quiere hablar de los detalles de la boda”, pensó Lucía. Pero no.
—Escucha, cariño —dijo Carmen con calma, pero fría—, te has encandilado a mi hijo demasiado rápido.
—Perdone, pero ¿no fue él quien me pidió matrimonio? —se aturdió Lucía.
—No sé qué historias te habrás inventado, pero no pienso darte a mi hijo. Aléjate por las buenas. No quiero que sufra —dijo, y se marchó.
Lucía se quedó petrificada. Al día siguiente, recibió una llamada. De Javier.
—Necesito hablar contigo —dijo él.
Quedaron. Hablaron de nada en concreto. Él estaba tranquilo, incluso sonreía. Luego la besó en la mejilla y se fue. “¿Qué ha sido eso?”, se preguntó Lucía. No había respuesta.
Por la noche, al llegar a casa, Álvaro la esperaba.
—Hola —dijo, dándole un beso en la frente.
—Te noto raro… —se inquietó Lucía.
—Ven —la llevó a la cocina. Allí, dejando su móvil sobre la mesa, le dijo—: Mira esto.
En la pantalla había una foto. Ella y Javier. Abrazados. En el momento de la despedida. Claramente tomada a escondidas.
—Esto es cosa de tu madre… —Lucía estaba al borde del llanto.
—Sí, me la envió. Pero tú estás ahí. Le permitiste acercarse. No puedo ignorarlo —dijo él con frialdad.
—¿No me crees? —sus ojos se llenaron de lágrimas.
—No sé en qué creer. Vamos a posponer la boda. Me voy de aquí —recogió una maleta y se marchó.
Lucía se quedó sola. Otra vez. Como si la vida se burlara de ella. Cada vez que empezaba a creer, a esperar, a abrirse… alguien la derribaba. Se sentó en la cocina, recordando las palabras de Álvaro, las de Carmen, la mirada de Javier, aquella foto.
“¿Estaré maldita? ¿O es que no merezco ser feliz?”, pensó, mirando la oscuridad tras la ventana.
Y fuera, el viento seguía golpeando, implacable.
*Hoy aprendí que, a veces, las batallas más duras no son contra el mundo, sino contra los prejuicios ajenos. Y que, al final, uno debe decidir si luchar… o seguir caminando.*