Quince años de ceguera: cómo mi hermana cambió su vida por ilusiones y ahora exige retribución

Quince años de ceguera: cómo mi hermana cambió la vida por ilusiones y ahora exige rescate

Llamo a mi hermana Lucía. Tiene 37 años y lleva quince prisionera de sus propios engaños. Hubo un tiempo en que todos intentamos salvarla. Mis padres la rogaban, le suplicaban, tendían redes de cariño para sacarla del abismo. Pero ahora… Papá ya no está, mamá apenas aguanta en pie, y Lucía solo ahora ha decidido que es hora de divorciarse. Y, claro, nos mira con esperanza: *ayudadme, acompañadme, no me dejéis sola*.

Todo empezó en la universidad. Lucía se enamoró de un compañero de clase, un músico vanidoso llamado Adrián. De esos que se autodenominan artistas pero nunca llegaron a ser nada. Tocaba en un grupo underground, vagaba por bares cutres, y cada noche en su «círculo creativo» terminaba con una botella. La familia entera estábamos horrorizados. Mis padres le suplicaban que reflexionara, que no se apresurara a casarse. Yo también intenté disuadirla, pero no quiso escuchar. El amor, decía, lo era todo.

Se casó joven. Y desde entonces, fue como una maldición. Adrián no trabajaba, vivía de sus pequeños ingresos. Se creía demasiado refinado para la «esclavitud de oficina». Y Lucía cargaba con todo: la casa, las facturas, sus gritos borrachos. Podía lanzarle una taza, empujarla con rabia, pero ella lo justificaba: «Es que es sensible».

Cuando él se emborrachaba, Lucía corría a casa de mis padres. Se quedaba semanas, pidiendo dinero. Ya no sabíamos cómo hacerla reaccionar. Papá le ofrecía mudarse con nosotros; a mamá le destrozaba verla arrastrar una vida mísera con un hombre que ni la veía a ella ni a su hijita.

Sí, tuvieron una niña. Enfermiza, frágil, necesitada de cuidados. Los médicos advirtieron complicaciones. Adrián, mientras, bebía más que nunca. Y Lucía se quedó. *No puedo abandonarlo en su peor momento*, decía. *Él sufre igual que yo*. La pequeña no vivió un año. Mamá cayó enferma del corazón. Le vinieron ataques. Papá resistió —quería salvar al menos a Lucía—, pero fue inútil.

Lucía siguió con Adrián. Pasaron años, tuvo un segundo hijo: un niño. Dicen que sano. Yo ya no hablaba con ella. Cansada. Harta de ser testigo de su autodestrucción. Mi marido y yo vivíamos nuestra vida; mamá mencionaba al nieto de vez en cuando.

Hace un año murió papá. Los médicos no llegaron a tiempo —infarto. Mamá se derrumbó, los ataques volvieron. Voy a verla cada día, hago lo que puedo. Y entonces, llama Lucía. Dice que ya está decidida: quiere el divorcio. Adrián bebe otra vez, no trabaja, no piensa pagar la manutención. Y ella necesita sobrevivir. Claro, espera nuestra ayuda.

—Estoy agotada, tengo un niño en brazos, no tengo dinero. Quiero una vida normal —farfulló.

Mamá calló. Solo bajó la mirada. Y yo… no pude contenerme. Le solté todo: cómo intentamos ayudarla, cómo nos ignoró, cómo vivió en un mundo inventado donde ella era la víctima y todos debíamos rescatarla.

—¿Ahora, cuando mamá necesita ayuda, recuerdas que tienes problemas? ¿Dónde estabas cuando había que escuchar? ¿Dónde estabas cuando perdimos a papá? ¿Ahora se te abren los ojos?

Lucía chilló:

—¡Si no me ayudáis, no volveréis a ver al niño!

Dicho eso, salió corriendo al pasillo y cerró la puerta de un portazo. Podría haberla seguido, pero mamá se agarró el pecho otra vez. Llamé a una ambulancia; ella, pálida como el papel, no se recuperaba. Solo al amanecer se durmió. Me duele por mamá. Lamento lo de mi sobrino. Pero no por Lucía.

Ella eligió este camino. Cambió la ayuda por espejismos. Ahora que todo se derrumba, busca culpables. Y yo ya no quiero ser su salvadora. Estoy cansada.

Si vuelvo a verla… no sé si podré contenerme.

La lección es clara: nadie salva a quien no quiere ser salvado. Y a veces, el amor más duro es decir *basta*.

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