La mañana comenzó con una sensación extraña: la manta se deslizaba lentamente sobre mí. Aún no había abierto los ojos, pero ya sabía que había quedado completamente al descubierto. Un escalofrío me recorrió la piel al escuchar una risita familiar. Entreabrí un ojo y vi a mi suegra, Carmen Ruiz, escabulléndose de nuestro dormitorio con una sonrisa pícara. «¿Mamá, qué haces?», grité, pero ella ya había desaparecido tras la puerta, dejando solo el eco de su risa. Mi marido, Javier, murmuró algo incomprensible entre sueños y arrebató la manta hacia su lado, ajeno a lo ocurrido. Yo me quedé mirando al techo, preguntándome cómo reaccionar ante otra de las «bromas» de mi suegra.
Llevamos solo un año casados y aún vivimos en casa de sus padres. Es temporal, hasta que ahorremos para nuestro piso, pero, sinceramente, empiezo a dudar de que aguante esta convivencia. Carmen es cariñosa, enérgica y, como ella dice, «con mucho sentido del humor». Pero su humor a veces me pone en situaciones incómodas. Lo de la manta es solo uno de muchos episodios que me hacen sentir fuera de lugar.
Todo empezó antes de la boda. Cuando Javier me presentó a sus padres, Carmen me abrazó, me llamó «hija» y dijo que ya era parte de la familia. Me conmovió su calidez, pero pronto descubrí que no respetaba los límites. Entraba en nuestra habitación sin llamar para «charlar», o reorganizaba mis cosas porque «así quedaba mejor». Una vez la pillé revisando mi armario, opinando sobre qué vestidos me favorecían. Intenté tomármelo con calma—es su casa, tiene sus costumbres—, pero lo de la manta colmó el vaso.
Me levanté, me envolví en la bata y fui a la cocina, donde Carmen ya preparaba el desayuno, tarareando, satisfecha. «¡Buenos días, Lucía! —dijo al verme—. Por fin despierta. ¡Vosotros siempre dormidos!». Soltó otra risita, recordando su «travesura». Forcé una sonrisa: «Buenos días, Carmen. Pero… preferiría despertarme sin sorpresas». Ella hizo un gesto: «Anda, no exageres, ¡era una broma! Hay que animaros un poco».
Me senté, intentando calmarme. Sabía que no quería ofenderme. Para ella, esas bromas son muestras de cariño. Pero yo crecí en una casa donde el espacio personal era sagrado. Mi madre, Isabel Martínez, siempre llamaba antes de entrar y me enseñó a respetar los límites. Aquí, en cambio, nuestra habitación parece un lugar público. Y lo peor es que Javier ni siquiera le ve problema: «Es que mamá se aburre, no le des importancia», dijo al contarle lo ocurrido. Pero a mí no me hace gracia. Necesito sentirme cómoda en mi hogar, aunque sea prestado.
Decidí hablar con Carmen con franqueza. Después del desayuno, mientras Javier trabajaba, la invité a un café. Aceptó encantada y nos sentamos en el salón. Empecé agradeciendo su cariño, luego, con cuidado, añadí: «Carmen, valoro mucho cómo me has acogido. Pero me incomoda que entres sin llamar o juegues con la manta…». Intenté ser delicada, aunque temblaba por dentro.
Para mi sorpresa, no se molestó. Me miró con curiosidad y suspiró: «Lucía, no sabía que te afectaba. En esta casa siempre hemos sido así, cercanos… Pero si te molesta, lo tendré en cuenta». Sonrió y me alivió. Quizá no era mala intención. Charlamos un rato más y le conté anécdotas de mi familia para que entendiera mi postura.
Ahora espero que estas situaciones disminuyan. Sé que Carmen no cambiará del todo—su forma de ser es así—, pero confío en que lleguemos a un equilibrio. También hablaré con Javier para que me apoye. Somos una familia y el respeto debe ser mutuo. Con suerte, pronto tendremos nuestro piso y estas anécdotas serán solo recuerdos. Mientras tanto, intento ser paciente y ver el lado divertido… aunque reírme de una manta robada aún me cuesta.