La Persona Más Cercana

La persona más importante

La vida es cosa extraña. A veces caminas por ella sin darte cuenta de lo rápido que todo cambia: los hijos crecen, los amigos se van, y tú mismo envejeces. Pero hay una constante que permanece inmutable: mi mujer, Lucía. No lo entendí de inmediato, sino años después, cuando ya no éramos aquellos jóvenes enamorados despreocupados que fuimos alguna vez. Ella ha envejecido, ha cambiado, como yo, pero para mí sigue siendo el centro de mi mundo, mi hogar y mi refugio.

Lucía y yo nos casamos hace casi treinta años. Entonces estaba seguro de saber lo que era el amor. Éramos jóvenes, llenos de sueños y planes. Ella era tan hermosa, con su melena castaña, chispas en los ojos y una sonrisa que me robaba el aliento. Creía que nuestra vida sería un cuento: construiríamos una casa, tendríamos hijos, viajaríamos y disfrutaríamos cada día. Pero la realidad fue más dura. El trabajo, las rutinas, el nacimiento de nuestro hijo Javier, luego de nuestra hija Sofía, las dificultades económicas, las discusiones… todo nos arrastraba como un remolino. A veces me sorprendía pensando que ya no recordaba por qué estábamos juntos.

Los años pasaron, y empecé a notar cómo Lucía cambiaba. Su cabello comenzó a encanecer, las arrugas aparecieron en su rostro, y su figura ya no era la de antes. Se cansaba más, se quejaba a menudo de su salud, y su risa, que tanto amaba, sonaba cada vez menos. Yo, lo admito, tampoco era el mismo. Mi cabello se adelgazó, mi espalda empezó a dolerme, y la energía que alguna vez tuve se esfumó. Los dos éramos distintos, y a veces sentía que un muro crecía entre nosotros. Pero un día comprendí que, a pesar de todo, Lucía era la única persona sin la que no podía imaginar mi vida.

Ese momento de claridad llegó sin avisar. Estábamos en el porche de nuestra casa en Valencia, tomando café mientras el atardecer pintaba el cielo de rosados y dorados. Lucía hablaba de la vecina, de cómo había peleado con su marido, y de pronto se detuvo. Me miró y dijo: “Carlos, ¿al menos escuchas lo que digo?” Me reí, y ella sacudió la cabeza, pero en sus ojos había ternura. En ese instante entendí que esa tarde sencilla, su voz, su presencia, eran la felicidad. No las grandes palabras, ni los regalos costosos, sino esto: nosotros dos, juntos, a pesar de todo.

Empecé a recordar nuestra vida. Cómo Lucía me sostuvo cuando perdí el trabajo y no sabía cómo mantener a la familia. Cómo pasó noches en vela con Javier cuando enfermó, y cómo lloró de alegría cuando Sofía se graduó. Recordé su apoyo cuando murió mi padre, y cómo reímos juntos de tonterías, incluso cuando todo salía mal. Ella siempre estuvo ahí, en la alegría y en el dolor, en la juventud y ahora, cuando ya no somos los mismos.

A veces escucho a mis amigos quejarse de sus esposas. Dicen que ya no son las de antes, que están hartos de sus caprichos o quejas. Yo callo, porque no quiero discutir, pero en mi mente pienso: no entienden lo esencial. Una esposa no es solo alguien con quien compartes una casa. Es quien te conoce mejor que nadie, quien te ha visto en tus peores momentos y aun así se quedó. Lucía sabe que ronco por las noches, que odio los callos a la madrileña y que a veces me encierro en mí mismo cuando la vida pesa. Y yo sé que le teme a las tormentas, que adora las margaritas y que siempre llora con las películas románticas. No somos perfectos, pero somos un equipo.

Ahora que nuestros hijos son adultos y viven sus vidas, Lucía y yo estamos solos otra vez. Javier se mudó a Barcelona, trabaja como ingeniero, y Sofía se casó y pronto nos dará un nieto. Estamos orgullosos, pero a veces extraño aquellos días en que la casa resonaba con risas infantiles. Lucía también lo extraña, lo veo en sus ojos. Pero en lugar de entristecerse, piensa en cómo decorar la habitación del bebé y ya teje pequeños patucos. La miro y pienso: qué mujer tan increíble tengo.

No solemos hablar de amor. Quizá porque las palabras ya no importan tanto. El amor es cuando le preparo café por las mañanas, porque sé que así le gusta empezar el día. Es cuando me arropa con una manta si me duermo en el sillón. Son nuestros paseos por el parque, en silencio, pero sintiendo al otro. Es su mano en la mía al caminar por la calle, y su sonrisa, que todavía acelera mi corazón.

No sé cuántos años nos quedan. La vida es impredecible, y trato de no pensar en lo malo. Pero sé una cosa: mientras ella esté aquí, estoy en casa. Es mi fuego, mi puerto, mi persona más importante. Y si pudiera volver atrás, la elegiría de nuevo, con sus arrugas, sus canas y todo lo que la hace mi Lucía. Porque no hay nadie más importante que ella.

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