El marido regresó a casa y lo primero que dijo es que quería el divorcio: recordé el consejo de mi madre
En un pequeño pueblo de Castilla, donde las noches de invierno se envuelven en silencio y los dramas familiares se cocinan tras puertas cerradas, mi vida estuvo a punto de derrumbarse por la traición de mi esposo. Yo, Lucía, llevaba casi 17 años con Javier, criando a nuestra hija, creyendo en nuestra familia. Pero su regreso repentino y las palabras de divorcio destrozaron mi corazón. Solo el consejo de mi madre me salvó de la desesperación y me ayudó a recuperar lo que casi perdí.
Javier y yo estábamos juntos desde jóvenes. Nuestra hija, Candela, era la luz de nuestras vidas. No nadábamos en lujos, pero teníamos lo necesario, y yo estaba conforme. Vivíamos en un acogedor piso de dos habitaciones heredado de mi abuelo. Nunca me quejé, pero Javier siempre quería más. Cuando le ofrecieron un trabajo en Suiza, dijo que era nuestra oportunidad para una vida mejor.
Yo me opuse. El corazón me decía que la distancia nos rompería. Pero en nuestra familia, la última palabra siempre era suya. “Voy a ganar dinero para una casa —declaró—. Candela crecerá, se casará, necesitaremos comprarle un piso, pagar su boda. Y el coche hay que cambiarlo. No hay otra opción”. Cedí, aunque el miedo me oprimía el pecho.
Los primeros meses fueron duros pero llenos de esperanza. Hablábamos todos los días. Javier decía que me echaba de menos, me mimaba con palabras dulces, y yo lo apoyaba como podía. Prometió que todo era por nosotras, por el futuro de Candela. Pero a los seis meses, algo cambió. Lo sentí —la intuición de una mujer no miente.
Javier se volvió frío. Las llamadas se redujeron a dos minutos, poniendo excusas: cansancio, trabajo, urgencias. Su voz, antes cálida, se volvió ajena. Intenté ahuyentar los pensamientos de infidelidad, pero regresaban como sombras oscuras. ¿Cómo podía olvidar 17 años de amor? ¡Se fue por la familia, por la casa, por nuestra hija! Pero las dudas crecieron, y empecé a temer lo peor.
Pasaron dos años. Javier casi no llamaba —una vez cada dos o tres meses, los mensajes eran aún más escasos. Lo supe: había otra. El golpe me dejó sin aire. No dormía, imaginándolo construyendo una vida nueva mientras Candela y yo lo esperábamos aquí. Pensé en cómo recuperarlo. Hasta quise fingir una enfermedad para que viniera. Pero no hizo falta. Él mismo llamó para anunciar su regreso. Mi intuición gritó: algo malo venía.
Me preparé para su llegada como para una batalla. Llamé a mi madre para que me apoyara. Me dijo: “Haz todo por traerlo de vuelta”. Y luego me dio un consejo inesperado, mi salvación: “Si dice que hay otra, no te rindas. Dile que no le crees. Demuéstrale que nadie lo amará como tú. ¡Pelea por tu hombre!”.
Me aferré a esas palabras como a un salvavidas. Pero el miedo seguía ahí —sabía que en Suiza había otra mujer. Cuando Javier entró en casa, mi corazón se detuvo. Lucía cansado, pero distante. En menos de una hora, soltó: “Lucía, quiero el divorcio. Conocí a alguien en Suiza. Nos amamos y nos casaremos pronto”.
El mundo se derrumbó. Pero recordé el consejo de mi madre. “No te creo”, dije firme, mirándolo a los ojos. Javier se quedó helado. Su seguridad se esfumó. “¿Qué no me crees?”, balbuceó. “Que haya otra —respondí—. Un hombre como tú no abandona 17 años, no traiciona nuestros sueños, a nuestra hija”.
Mis palabras dieron en el blanco. Javier me miró, sin saber qué decir. Murmuró que ya hablaríamos y se encerró en otra habitación. La primera victoria fue mía. Secué las lágrimas y supe que debía seguir luchando. No le reproché la infidelidad, no armé escenas. En su lugar, hablé del futuro, de nuestros planes, de cómo Candela terminaba el instituto. Le recordé quiénes éramos el uno para el otro.
Nos fuimos de vacaciones a los Pirineos, con el coche nuevo que compró con sus ahorros. Hice todo para que sintiera el calor de nuestra familia. Poco a poco, Javier comenzó a volver a nosotras. Sonreía más, preguntaba por Candela, por nuestras vidas. Suiza quedó atrás.
Pasó un año y medio. Javier no regresó al extranjero. Empezamos a construir una casa en las afueras, planeando juntos el mañana. Nuestra familia se salvó, y sé que fue gracias al consejo de mi madre. Me enseñó a no rendirme, a luchar por el amor incluso cuando todo parece perdido. Miro a Javier, a Candela, y comprendo: salvé no solo un matrimonio, sino nuestro hogar, nuestra vida. Pero en el fondo, aún temo que la sombra de esa mujer algún día regrese…